1. Ya Pablo ha sido elegido por Jesús resucitado, -¡qué adquisición!-, y
viaja con Bernabé a la patria de éste, Chipre. Desde allí, llegan a Antioquía
de Pisidia, en Anatolia, lo que hoy es Turquía asiática. Pablo y Bernabé van el
sábado a la sinagoga. Después de la lectura, los jefes les invitaron a hablar.
Tomó Pablo la palabra, e hizo una rápida síntesis de la historia de la
salvación. Los judíos les invitan a que vuelvan a hablar el próximo sábado: “Permaneced
fieles, les despiden, a la gracia de Dios”. Lleno impresionante el siguiente
sábado: “Casi toda la ciudad se congregó para oír la palabra de Dios” Hechos
13,14. Los Apóstoles rebosan de alegría. Los judíos se recomen de envidia.
Contradicen su predicación y les insultan. Así acontecía el rechazo general de
los judíos al Evangelio. Pablo decide: “A vosotros había que anunciar antes que
a nadie la palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y no os juzgáis dignos de
la vida eterna, nos vamos a los gentiles”.
2. El rechazo del evangelio en la sinagoga, se extiende a la ciudad,
incitado por los judíos que sublevaron a las mujeres distinguidas y devotas, y
promovieron un motín contra Pablo y Bernabé. “Ya comienza a alborotarse el
demonio, algo le trae”, decía Teresa de Jesús. Pero esta oposición es
providencial. Dios escribe con renglones torcidos, que no son torcidos. De
hecho la palabra del evangelio comienza a abrirse paso entre los paganos. Es su
destino. La universalidad. “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim
2,4). No escucharon porque no eran ovejas de Jesús.
3. Lo mismo había ocurrido con Jesús. Los judíos que no aceptaban su
palabra, murmuraban, como el antiguo pueblo de Israel. Murmurar es no querer
creer. Con la murmuración, con el rechazo a la palabra, se impide el movimiento
de atracción del Padre hacia Jesús, su revelador. Mientras Jesús atrae
exteriormente con sus palabras y signos, el Padre atrae actuando en el interior
por la gracia de su Espíritu. Las tres lecturas de hoy nos hablan del gran don
de la Pascua: la vida eterna, vida que ya poseemos ahora y que esperamos
conseguir plenamente en el cielo. Decía Santa Teresita: “No sé qué poseeré más
en el cielo. Todo lo tengo ya aquí”. Le falta la plenitud en la visión y en el
gozo del amor. Por eso al morir dice: “Yo no muero. Entro en la Vida”.
Proclamemos que la vocación del cristiano es la vida eterna, vocación que no
sólo no excluye, sino que implica con mayor ahínco y tenacidad nuestra lucha en
la tierra para construir un mundo mejor donde reine la justicia, la paz, el
amor, como frutos de santidad.
4. Los convertidos de Antioquía de Pisidia aceptaron llenos de alegría la
palabra de Dios que los llamaba a “la vida eterna”, conquistada y prometida por
el buen Pastor: “Yo doy a mis ovejas la vida eterna”. El Apocalipsis nos dice
poéticamente la realidad de esta vida eterna, la bienaventuranza final. San
Juan nos presenta su visión de una muchedumbre inmensa, marcados en la frente
con “el sello del Dios vivo” significando que están bajo su protección. El número
de los marcados es de 144.000, o sea, 12.000 por cada una de las 12 tribus del
nuevo Israel. No es un número cerrado, como pretenden algunas sectas, sino un
número convencional de la totalidad del pueblo de Dios, según el simbolismo de
las cifras, constante en el Apocalipsis.
5. Después, el águila de Patmos nos traslada al cielo y nos muestra la
muchedumbre de señalados llegados ya a la meta después de haber combatido
victoriosamente en la tierra. Y describe su felicidad con el único lenguaje
posible e inteligible, el de las imágenes alegóricas. Enumera los signos de la
bienaventuranza de “los que vienen de la gran tribulación”. Es el contraste
entre las penalidades de esta vida y la felicidad de la otra. Los salvados
visten “túnicas blancas”, símbolo de pureza, limpieza y santidad. Esta
preferencia por el color blanco se explica por el carácter litúrgico del libro,
pues la túnica blanca o “alba” era de uso común en la liturgia hebrea y
cristiana. Llevan “palmas en sus manos”, emblema de triunfo, de victoria y de
alegría, típico en la fiesta judía de las Tiendas o Tabernáculos. Están “ante
el trono de Dios”. La visión de Dios es el elemento esencial de la
bienaventuranza, el objetivo supremo de la esperanza cristiana. “Le dan culto
en su santuario”. En el santuario del templo de Jerusalén únicamente podían
entrar los sacerdotes. En el cielo, todos los salvados están dentro del
santuario porque es un pueblo sacerdotal (Ap 5,10). “Y Dios acampará entre
ellos y desplegará su tienda sobre ellos”, como el jeque beduino que acoge bajo
la sombra de su tienda al peregrino que cruza el ardiente desierto. ¡Seremos
Huéspedes de Dios bajo su tienda en comunión de vida y de amor, espirando al
Espíritu Santo, en las mismas acciones de la Vida Trinitaria! Allí estará inmortalmente
reunida la familia de los hijos de Dios en la casa del Padre celebrando
permanentemente las bodas de amor de su Hijo con su esposa la Iglesia:
“¡Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero!” (Ap 19,9). El amor
es festivo. Allí ya no existirán aquellos sufrimientos que atormentaron al
pueblo de Dios en su travesía por el desierto, pues, “ya no pasarán hambre ni
sed, ni les hará daño el sol ni el bochorno”. Es un amor sin divorcio, sin
malos tratos, sin temor a perderlo. «Yo no te fallaré nunca. Aunque una madre
se olvidara del hijo de sus entrañas, yo te llevo en mis palmas». (Is. 49, 15).
Jesucristo, el Buen Pastor: “El Cordero que está delante del trono los
apacentará”. Cordero convertido en Pastor.
Con esta misma imagen expresa Jesús en el evangelio su solicitud amorosa
por los suyos: “Como pastor pastorea su rebaño: recoge en sus brazos los
corderitos, los lleva en su regazo, cuida las madres” (Is 40,11). Busca la
oveja perdida y la carga sobre sus hombros y se compadece del pueblo, pequeño
rebaño, a quien ve como ovejas sin pastor. “Yo soy el buen Pastor. Yo conozco
mis ovejas y les doy la vida eterna”. En Europa apacientan los toros y las
vacas para comer su carne. En Israel pastorean las ovejas para aprovechar su
leche y su lana, y por eso permanecen mucho tiempo con el pastor, que les toma
cariño, conoce su carácter y hasta las llama por el nombre que el mismo pastor
les ha impuesto. El Buen Pastor sabe quién somos cada uno, nuestro carácter y
temperamento, nuestra vida y nuestros trabajos, defectos y también nuestras
cualidades positivas. Nos tiene en cuenta. Previene, envía a nuestros ángeles
con conocimiento de nuestra situación habitual y de cada ocasión. Y el buen
Pastor los conduce hacia “fuentes de agua viva”. Y “Dios enjugará las lágrimas
de sus ojos que las tribulaciones les hicieron derramar”.
6. Somos un pueblo peregrino en marcha hacia la meta final, donde la fe se
convertirá en visión, la esperanza en posesión, el dolor en gozo, el destierro
en patria. Pero bajo la tienda de Dios “no pasarán hambre ni sed” los que en
este mundo hayan apagado el hambre y la sed de sus hermanos; y “Dios enjugará
las lágrimas” de los que en este mundo hayan enjugado las lágrimas de sus
hermanos con la práctica de las obras de misericordia: “Venid, benditos de mi
Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación
del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de
beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba
enfermo, y me visitasteis... En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de
estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis... E irán los justos a
la vida eterna”.
7. Nos narra San Juan que los judíos estaban inquietos por el origen de
Jesús y se lo manifiestan: - “Si eres el Cristo, dínoslo claramente de una
vez”. – “Os lo he dicho con toda claridad y no me habéis creído”. Tenéis ante
vuestros ojos mis credenciales, mis obras. Pero no me creéis porque no sois de
las ovejas de mi rebaño, pues “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y
ellas me siguen” Juan 10, 27. Los que escuchan su voz están abiertos al
proyecto de Dios y lo miran con simplicidad, sin condicionarlo ni prejuzgarlo.
Para comprender a alguien es necesario sintonizar con él, poseer una mínima
afinidad con él, simpatizar con su persona y escucharle atentamente para poder
comprender lo que nos dice o intenta transmitirnos. Poco a poco, contando con
el factor tiempo, el que así escucha, acaba no sólo por entenderle, sino por
identificarse con él.
8. Ocurre en Palestina donde hay muchos y distintos rebaños. Cuando llega
el pastor por la mañana al redil, donde la noche anterior diferentes pastores
han encerrado sus propios rebaños, comienza a llamar a las ovejas, y cada una
reconoce la voz de su pastor. ¿Es fácil reconocer la voz del pastor? Para las
ovejas sí lo es. El timbre de una voz queda grabado en el oído de las ovejas a
fuerza de tanto oírlo y de sentir una querencia por él. Nosotros tenemos a
nuestro alcance la posibilidad de oír cuantas veces queramos la voz del Pastor.
9. “Las ovejas oyen y conocen su voz”. Escuchan la palabra de Dios, que
levanta el alma caída, desinfla la hinchada, corta lo superfluo, suple lo
defectuoso y sana las almas. Porque es espada de dos filos (Hb 4,2), que corta
lo que estorba y lo que impide el crecimiento. No nos cansemos de oír su
palabra. Cuando leemos la Escritura es la voz de Jesús la que nos habla, es su
misma palabra la que escuchamos. Por eso quien desconoce la Escritura desconoce
a Cristo (ambos Testamentos) dice San Jerónimo. Pero hay que conocerla
genuinamente, e integralmente, no leerla ni funtamentalísticamente, ni
selectivamente y a retazos, discriminando y eliminando los más exigentes,
teniendo en cuenta el género literario y la cultura en que se escribió. Para
captar el mensaje de la Escritura, es necesario oír su explanación o exégesis.
Y, sobre todo, orar la Escritura: “El Espíritu os enseñará toda la verdad” (Jn
16,13). Un paso más será conocer a los Santos Padres, que gozaron de un carisma
especial para su interpretación: “Dios les dio una sabia perspicuidad para
penetrar en el valor de la palabra revelada” (Card. Herrera). Y conocer a los
místicos, a los nuestros sobre todo: San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Y
escuchar el Magisterio de la Iglesia. En el Sínodo del Concilio, afirmaron los
Padres sinodales: “La Iglesia se prepara para el año 2000 celebrando los Santos
Misterios de Cristo bajo la Palabra de Dios para la salvación del mundo”.
10. Las hagiografías de los grandes cristianos que vivieron con heroísmo la
Palabra, son un espléndido manjar y sustancioso, que no podemos despreciar: La
Iglesia ha puesto en el candelero a Santa Teresita del Niño Jesús, Nueva
Doctora de La Iglesia, luz para la modernidad. Y a otros muchos, innumerables.
11. Pero hay que oír su voz también en los acontecimientos y en las
vicisitudes por las que estamos pasando, o por las que hemos de vivir. También
le hemos de escuchar en lo que nos dice un hermano o la comunidad, o en el
consejo que cualquiera pueda darnos. No nos creamos portadores seguros y únicos
de la verdad, que nos estrellaremos y sembraremos de sal el campo de la
Iglesia, queriendo acaparar, y apagaremos el Espíritu.
12. “Yo las conozco”. El nos conoce a fondo, tal como somos y sin las
caretas que nos ponemos para vivir en sociedad. “Y ellas me siguen”. No se trata
pues de tener un conocimiento conceptual y teórico de Jesús, sino de seguirle
vitalmente, caminando con él, rastreando sus huellas: “El que quiera venir en
pos de mí, tome su cruz cada día, y que me siga” (Mt 10,38). Los oyentes de
Jesús, todos oían, pero no todos escuchaban, ni menos, no todos practicaban.
Por eso dijo: “No todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los
cielos; sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21).
13. “Y yo le doy la vida eterna”. Quiere que vivamos para siempre con él.
Cuando dos se aman sienten horror de tener que separarse algún día. Cuentan los
días y los minutos. Alejandro Casona en “Corona de amor y muerte» dice en el
acto 3° «Diez años. Pero ¿sabes, lo que son diez años felices de mujer? No,
pobre Pedro, ni lo sospechas siquiera. Son tres mil días de angustia entre
todos los miedos posibles: el de perder la juventud y la belleza, el de no encontrarte
una mañana al despertar, el de sólo pensar que dejaras de quererme. Y, a veces,
el más terrible y estúpido de todos: el miedo de que algún día, sin saber cómo,
pudiera dejar de quererte yo». (Madrid 1967). A Jesús nadie podrá arrebatarle
de la mano al que él conoce y ama y le da la vida. Imaginad una mano grande.
Imaginad que cada uno de nuestros nombres están tatuados en esa mano: “En mis
manos te llevo tatuada” (Is 49,16). Cuando alguien quiere quitarle nuestro
corazón de su mano El nos aprieta más fuerte y no nos suelta. Y da como la
razón de esa unión con él: “que mi Padre me las ha dado”. Es la respuesta de un
niño, cuando queremos quitarle algo de su mano, aunque sea jugando: Me lo ha
dado mi padre. Y como yo y el Padre somos uno, tampoco nadie podrá arrebatarlas
de la mano de mi Padre. Fieras salvajes, lobos y hienas, causaban espanto a los
pastores. Esa era la hora de conocer al pastor genuino y auténtico. Al que
apacentaba por el salario y al que lo hacía por amor. Aquél huía ante las
fieras, éste las defendía con la honda, el báculo, a brazo partido. Jesús, el
Buen Pastor no deja a sus ovejas en las garras del león. Muere en la cruz por
salvar sus ovejas, nosotros. Jesús nos comunica su unión íntima e inefable con
el Padre, llena a rebosar de cariño y de ternura. Y con ese amor, la mano de
los dos nos tiene aprisionados con afecto inenarrable, que hemos de agradecer y
pedir que crezca para nuestra fidelidad y gloria de los dos.
14. Como “ovejas de su rebaño” Salmo 99, esperamos, pasada la gran
tribulación, lavados y blanqueados nuestros mantos en la Sangre del Cordero,
ser conducidos hacia fuentes de aguas vivas. “Allí Dios enjugará las lágrimas
de nuestros ojos” Apocalipsis 7, 9. A esa fuente de aguas vivas venimos hoy a
beber en la Eucaristía, “donde hace el universo nuevo”, acompañados por la
celestial Madre del Buen Pastor. JMB
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