Juan 15, 1-8. El que permanece en
mí y yo en él, ése da fruto abundante. Yo soy la vid
verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo
corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros
estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí,
como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo,
si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy
la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da
mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no
permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los
recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras
permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi
Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos.
Reflexión
El Evangelio de hoy se ubica dentro del discurso de despedida de Jesús, tal como lo trasmite San Juan. Son las últimas enseñanzas del Señor, algo así como su testamento personal, antes de entregarse a los judíos. En este ambiente solemne y dramático, les presenta la parábola de la vid y de los sarmientos.
El Evangelio de hoy se ubica dentro del discurso de despedida de Jesús, tal como lo trasmite San Juan. Son las últimas enseñanzas del Señor, algo así como su testamento personal, antes de entregarse a los judíos. En este ambiente solemne y dramático, les presenta la parábola de la vid y de los sarmientos.
El tema no puede ser más bíblico. La viña era uno de
los cultivos preferidos en Palestina. Era lógico que se tomara la imagen de la
viña para dibujar por medio de ella la historia del pueblo. La viña era Israel,
Dios era su viñador. Profetas y salmistas contaron la aventura de este viñedo
cultivado por Yahvé.
También Jesús recurre varias veces a los viñedos para
sus parábolas. Pero esta vez le da su sentido pleno: Jesús es la vid, la
verdadera vid. Los que creen en Él, son los sarmientos. Y el Padre es el
viñador de esta gran cepa. Con ello, la imagen del Antiguo Testamento ha crecido
en anchura y en profundidad. Ahora simboliza al gran árbol de la humanidad
entera: su ramaje no son ya sólo los judíos, sino todos los que aceptan ser
hijos de Dios.
¿Qué quiere enseñarnos el Señor con esta parábola de la
vid? Me parece que quiere decirnos lo siguiente:
1. La Iglesia es, como la vid, un organismo vivo
La Iglesia no es una organización jurídica o social.
Como la vid, ella es un organismo vivo, es el Cuerpo de Cristo, una comunidad y
una corriente de vida. Para formar parte viva de esta vid del Señor no es
suficiente, haber sido bautizados y estar inscritos en la lista de miembros.
Formamos parte de esta vid en la medida en que estamos unidos vitalmente a
ella, en la medida en que compartimos su vida íntima.
2. La fuente de vida de la Iglesia es Jesucristo
La rama por sí sola no es nada: lo es todo por la savia
que recibe del tronco al que está adherida. Así también cada discípulo de por
sí no es nada; pero unido a Cristo lo es todo. Éste es el secreto de la
vitalidad de la Iglesia y de las comunidades cristianas.
Al resucitar Jesús, Él se transforma en la vid llena de
vida y de fuerza. Y nosotros nos convertimos en sus ramas. Nuestra vida de
cristianos es parte de su vida. Porque Él es el único autor de la vida. Él es
el principio y fundamento de la Iglesia. Él mantiene unidos los sarmientos,
para que tengan vida y la tengan en abundancia. Esto supone una vinculación permanente e íntima con
Jesús: “permaneced en mí y yo en vosotros”. Mientras que permanezcamos unidos a
Él, participaremos de su comunión de vida.
3. Sólo en la unión íntima con Cristo podremos ser fecundos
Los sarmientos producen fruto porque están unidos al
tronco y se alimentan de su savia. El único camino para que nosotros podamos
producir fruto y vida es, por eso, la unión íntima y personal con Cristo. El
sarmiento que se separa del tronco, se seca y se lo echa al fuego, porque no
sirve ya para otra cosa. Y para que podamos dar más fruto, el Padre nos va
podando, nos purifica de nuestro egoísmo y de todo aquello que nos impide dar
fruto en abundancia.
¿Pero qué significa dar fruto? Se trata de la
fecundidad interior, no del éxito exterior. Tenemos que aprender a ver las
cosas no con los ojos miopes humanos, sino con la visión de Dios. Los éxitos y
fracasos ante los ojos de Dios son, por lo general, muy distintos de los que
considera el mundo como tales. Y el Señor nos da aquí el único criterio para
medir la verdadera fecundidad de nuestras obras: “no podéis dar fruto, si no permanecéis
en mí”.
Queridos hermanos, pidámosle por eso al Señor que nos
regale esa relación personal profunda con Él y con su Madre, para que así
podamos ser fecundos por su Reino y transformarnos en auténticos discípulos
suyos. NS
No hay comentarios.:
Publicar un comentario