Texto del Evangelio (Mc 16,15-20): En aquel tiempo, Jesús se apareció a los once y les dijo: «Id por
todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea
bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que
acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en
lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les
hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien».
Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue
elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por
todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las
señales que la acompañaban.
«Id por todo el mundo y proclamad la
Buena Nueva a toda la creación»
Comentario: Mons. Agustí CORTÉS i Soriano Obispo de
Sant Feliu de Llobregat (Barcelona, España)
Hoy habría mucho que
hablar sobre la cuestión de por qué no resuena con fuerza y convicción la
palabra del Evangelio, por qué guardamos los cristianos un silencio sospechoso
acerca de lo que creemos, a pesar de la llamada a la “nueva evangelización”.
Cada uno hará su propio análisis y apuntará su particular interpretación.
Pero en la fiesta de
san Marcos, escuchando el Evangelio y mirando al evangelizador, no podemos sino
proclamar con seguridad y agradecimiento dónde está la fuente y en qué consiste
la fuerza de nuestra palabra.
El evangelizador no
habla porque así se lo recomienda un estudio sociológico del momento, ni porque
se lo dicte la “prudencia” política, ni porque “le nace decir lo que piensa”.
Sin más, se le ha impuesto una presencia y un mandato, desde fuera, sin
coacción, pero con la autoridad de quien es digno de todo crédito: «Ve al mundo
entero y proclama el Evangelio a toda la creación» (cf. Mc 16,15). Es decir,
que evangelizamos por obediencia, bien que gozosa y confiadamente.
Nuestra palabra, por
otra parte, no se presenta como una más en el mercado de las ideas o de las
opiniones, sino que tiene todo el peso de los mensajes fuertes y definitivos.
De su aceptación o rechazo dependen la vida o la muerte; y su verdad, su
capacidad de convicción, viene por la vía testimonial, es decir, aparece
acreditada por signos de poder en favor de los necesitados. Por eso es,
propiamente, una “proclamación”, una declaración pública, feliz, entusiasmada,
de un hecho decisivo y salvador.
¿Por qué, pues,
nuestro silencio? ¿Miedo, timidez? Decía san Justino que «aquellos ignorantes e
incapaces de elocuencia, persuadieron por la virtud a todo el género humano».
El signo o milagro de la virtud es nuestra elocuencia. Dejemos al menos que el
Señor en medio de nosotros y con nosotros realice su obra: estaba «colaborando
el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban»
(Mc 16,20).
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