Se cuenta que el hijo de un rey de Francia, en edad joven, fue
reprendido por su educador con palabras severas. El pequeño era consciente de
su dignidad y protestó: “No te atreverías a hablarme así si te dieras cuenta que
soy el hijo de tu rey”. Pero el educador no se inmutó: “Y tú no tendrías el
valor de protestar si te dieras cuenta de que yo soy hijo de tu Dios y de que
lo llamo cada día “Padre Nuestro”.
Jesús nos reveló cómo es el corazón de Dios, él es nuestro Padre. Jesús
recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva
del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y lo siguió
una gran muchedumbre de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea, y del otro lado
del Jordán (Mt 4,23-25).
Jesús es hijo de un tiempo y de un pueblo y así hereda toda la rica
tradición de la fe de Israel quien considera a Dios, sobre todo, como el Señor,
el Todopoderoso. Jesús nos presenta una imagen de Dios mucho más cercano, es,
sobre todo, Padre y así lo invoca.
Dios es un padre bueno y amoroso para con todos los seres humanos,
especialmente para con los ingratos y malos, los desorientados, los abatidos y
deprimidos. Él hace salir el sol para todos, el que sabe amar y perdonar, el
que corre detrás de la oveja descarriada, espera ansioso la vuelta del hijo que
se fue de casa y encuentra gran alegría al encontrar lo que se había perdido.
Dios se alegra más con la conversión de un pecador que con noventa y nueve
justos que no tienen necesidad de convertirse.
El Dios de Jesús es el Dios que ama y perdona. Que es paciente y quiere
la salvación de todos; es el que le interesa la vida de cada uno; el que no
oprime, sino que libera; que no condena, sino que salva; que no castiga, sino
que perdona; el que ama la vida. Es el Dios de vivos, de la esperanza y del
futuro.
¿Cómo es el corazón de Dios? Jesús lo describe en la parábola del Hijo
Pródigo. Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: Padre,
dame la parte que me toca de la fortuna… “porque este hijo mío estaba muerto y
ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la fiesta…
(Lc 15:11-32). El protagonista de esta parábola no es el hijo, es el corazón del Padre,
con un amor incondicional, incluso, parece demasiado bueno, que respeta la
decisión alocada del hijo, que huye en busca de placeres sin saber qué rumbo
tomar. Calla y les deja hacer. “Y el Padre les repartió la hacienda” (Lc 15:12).
Podemos olvidarnos de Dios, pero él jamás se olvida de nosotros. Dios nunca nos
abandona, por mucho que corramos. Él va siguiendo nuestros pasos. Un hijo puede
olvidarse de su madre, pero la madre no se olvidará nunca de su hijo; pues
aunque ésta se olvidará, Dios no se olvidará (Is 49:15-16). El padre sufría y
amaba en silencio.
El padre no abandonó a su hijo, aunque se quedó en casa, su corazón
seguía palpitando con él, pues el amor no se puede encerrar en unas paredes y
no sabe de distancias. El padre ve al hijo desde lejos y siempre está dispuesto
al encuentro. El padre esperaba con amor la vuelta del hijo.
“Dios lo perdona todo, porque lo comprende todo”, dice un viejo adagio,
por eso también lo olvida todo. Oseas y los profetas posteriores a él nos
hablan de Dios como de un esposo lleno de paciencia y de ternura, siempre dispuesto
a acoger y a perdonar la infidelidad y a amar gratuitamente (Os 14:5). En la
historia de la salvación se nos ha manifestado el amor, la paciencia, la
fidelidad de un Dios que nos ama sin medida. Dios es padre y madre y nos ama
con ternura, es como un padre tierno para los fieles (Sal 103:13). Dios perdona
y le gusta perdonar. “¿Qué Dios hay como tú, que perdone el pecado y absuelva
el resto de tu heredad?” (Mi 7:18-20).
En el Antiguo Testamento aparece, algunas veces, la palabra “Padre”
referida a Dios. Y cuando los judíos la usaron, fue siempre en un clima de sumo
respeto y majestad, añadiéndole títulos divinos ostentosos. Abbá era la palabra
familiar que los niños judíos empleaban para dirigirse a sus padres.
Jesús siente en su vida la presencia amorosa de Dios y su alimento es
hacer su voluntad; a Dios le llama Padre, y, según parece, lo hacía usando la
palabra aramea “Abbá”; 170 veces ponen los evangelios esta expresión en labios
de Jesús. A todos invita a creer en este Dios, para el que “todo es posible”
(Mc 10:27). El Nuevo Testamento conserva la palabra aramea (Abbá) para subrayar
el hecho insólito del atrevimiento de Jesús (Rm 8:15; Ga 4:6-7). La invocación
“Abbá” tiene, pues, un valor primordial, que ilumina toda la vida de Jesús.
Todo en él es consecuencia de esta actitud de fe. Jesús deposita en su Padre
toda la confianza posible. Digna es de destacar la escena en la que Jesús “con
la alegría del Espíritu Santo”, bendice al Padre porque se ha “revelado a la
gente sencilla. Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien” (Lc 10:21).
Gracias da al Padre en la resurrección de Lázaro, por haberle escuchado (Jn 11:42).
Llenos de confianza están los ruegos de la oración sacerdotal, la noche de su
prisión. Pide al Padre protección para los que les ha confiado, para que sean
todos uno y que el amor del Padre esté con ellos (Jn 17:1-5).
La oración del huerto es narrada por todos los evangelistas (Mt
26:39-42; Lc 22:42; Jn 12:27-29). Marcos se siente obligado a mantener en su
escrito la misma palabra aramea usada por Jesús: “¡Abbá! ¡Padre!: todo es
posible para ti, aparta de mí este trago, pero no se haga lo que yo quiero,
sino lo que quieres tú” (14:36). Jesús se atreve a pedirle verse libre del
trance de la pasión (Mt 16:21; Mc 8:31; Lc 9:22; 17:25). Afirma su sumisión a
la voluntad del Padre, pero dando muestras de que él desearía verse libre del
dolor. Momentos antes de su muerte también se dirige al Padre pidiendo el
perdón de sus verdugos. Y encomienda su espíritu en manos de su Abbá (Lc
23:46), pero no deja de preguntarle las causas de su aparente abandono (Mc 15:34).
Jesús no sólo hablaba del Padre, sino que vivía enteramente como hijo:
con confianza plena, obediencia total, agradecimiento y piedad. “Te doy
gracias, Padre”, rezaba lleno de emoción y alegría. En la casa de mi Padre, Sí,
Padre, así te ha parecido mejor. Lo que Tú quieras. Si es posible, Padre… Jesús
hablaba siempre con emoción del Padre (Jn 20:17):
• De las manos del Padre, fuertes y acogedoras, que crean y sacan del
abismo (Jn 10:29; Lc 23:46)
• De la mirada del Padre, que ve en lo secreto (Mt 6:4-6)
• De Las palabras del Padre, que son explicaciones de la Palabra (Jn
8:35; 12:49-50; 14:24…)
• Del trabajo y las obras del Padre, que siempre son de amor (Jn 5:17;
19-20)
• De la voluntad del Padre, que es su alimento (Jn 4:34; Mt 6:9; 26:42…)
• Del amor del Padre, que es inmenso y misericordioso (Lc 15:11-32)
• De la gloria del Padre, que es el Espíritu (Jn 17:5).
Dios es amor, Padre y está siempre presente, camina con nosotros y está
muy dentro de nosotros. Él da sentido a nuestra existencia.
Esto lo explica muy bien la siguiente anécdota.
Preguntaba una profesora a sus alumnos que cómo sabían que Dios existe,
si nunca lo habían visto.
Un niño muy tímido, levantó la mano y dijo:
- Mi madre me dijo que Dios es como el azúcar en mi leche que ella prepara todas las mañanas. Yo no veo el azúcar que
está dentro de la taza en medio de la leche, pero si ella me lo saca, queda sin
sabor. Dios existe, y está siempre en el medio de nosotros, solo que no lo
vemos. Pero si él no está, nuestra vida queda sin sabor. EGN
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