Podremos hacer muchas cosas o tener grandes posesiones, pero nunca
debemos perder de vista que lo importante es el bien que hacemos a los demás.
Ésa tiene que acabar siendo nuestra más importante y auténtica riqueza.
Dios ama al que da con alegría, y en el Evangelio escuchábamos una
parábola de nuestro Señor sobre este darse. Darse significa que, como el grano
de trigo, uno tiene que caer en la tierra y pudrirse para dar fruto. Es
imposible darse con comodidad, es imposible darse sin que nos cueste nada. Al
contrario, el entregarse verdaderamente a los demás y el ayudar a los demás
siempre nos va a costar.
Vivimos en un mundo de muchas comodidades, y no sé si nosotros seríamos
capaces de resistir el sufrimiento, cuando cosas tan pequeñas, tan
insignificantes, a veces nos resultan tan dolorosas. La fe nos pide ser
testigos de Cristo en la vida diaria, en la caridad diaria, en el esfuerzo
diario, en la comprensión diaria, en la lucha diaria por ayudar a los demás,
por hacer que los demás se sientan más a gusto, más tranquilos, más felices.
Ahí es donde está, para todos nosotros, el modo de ser testigos de Cristo.
Tenemos que entregarnos auténticamente, entregarnos con más fidelidad,
entregarnos con un corazón muy disponible a los demás. Cada uno tiene que saber
cuál es el modo concreto de entregarse a los demás. ¿Cómo puedo yo entregarme a
los demás? ¿Qué significa darme a los demás? Ciertamente, para todos nosotros, lo que va a significar es renunciar a
nuestro egoísmo, renunciar a nuestras flojeras, renunciar a todas esas
situaciones en las que podemos estar buscándonos a nosotros mismos.
Jesucristo nos dice en el Evangelio que todo aquél que se busca a sí
mismo, acabará perdiéndose, porque acaba quedándose nada más que con el propio
egoísmo. La riqueza de la Iglesia es su capacidad de entrega, su capacidad de
amor, su capacidad de vivir en caridad. Una Iglesia que viviese nada más para
sí misma, para sus intereses, para sus conveniencias sería una Iglesia que
estaría viviendo en el egoísmo y que no estaría dando un testimonio de fe. Y un
cristiano que nada más viva para sí mismo, para lo que a uno le interesa, para
lo que uno busca, sería un cristiano que no está dando fruto.
Dios da la semilla, a nosotros nos toca sembrar. Dios nos ha dado
nuestras cualidades, a nosotros nos toca desarrollarlas; Dios nos ha dado el
corazón, el interés, la inteligencia, la voluntad, la libertad, la capacidad de
amar; pero el amar o el no amar, el entregarnos o no entregarnos, el ser egoístas
o ser generosos depende sola y únicamente de nosotros.
Es en la generosidad donde el hombre es feliz, y es en el egoísmo en
donde el hombre es auténticamente desgraciado. Aunque a veces la generosidad
nos cueste y nos sea difícil; aunque a veces el ser generosos signifique el
sacrificarnos, es ahí donde vamos a ser felices, porque sólo da una espiga el
grano de trigo que cae en la tierra y se pudre, se sacrifica, mientras que el
grano de trigo que se guarda en un arcón acaba estropeándose, se lo acaban
comiendo los animales o echándose a perder.
Cada uno de nosotros es un grano de trigo. Reflexionemos y
preguntémonos: ¿Quiero echarme a perder o dar frutos? Y recordemos que sólo hay
dos tipos de personas en esta vida: los que quieren echarse a perder y se
guardan para sí mismos en el egoísmo; o los que entregándose, acaban por dar
fruto. CS
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