Era la reunión del domingo por la noche
de un grupo apostólico en una iglesia de la comunidad. Después de cantar los
himnos, el sacerdote de la iglesia se dirigió al grupo y presentó a un orador
invitado; se trataba de uno de sus amigos de la infancia, ya entrado en años. Mientras todos lo seguían
con la mirada, el anciano ocupó el púlpito y comenzó a contar esta historia:
“Un hombre junto con su hijo y un amigo
de su hijo estaban navegando en un velero a lo largo de la costa del Pacífico,
cuando una tormenta les impidió volver a tierra firme. Las olas se encresparon
a tal grado que el padre, a pesar de ser un marinero de experiencia, no pudo
mantener a flote la embarcación, y las aguas del océano arrastraron a los
tres”.
Al decir esto, el anciano se detuvo un
momento y miró a dos adolescentes que por primera vez desde que comenzó la
plática estaban mostrando interés y siguió narrando:
“El padre logró agarrar una soga, pero
luego tuvo que tomar la decisión más terrible de su vida: Escoger a cuál de los
dos muchachos tirarle el otro extremo de la soga. Tuvo sólo escasos segundos
para decidirse. El padre sabía que su hijo era un buen cristiano, y también
sabía que el amigo de su hijo no lo era. La agonía de la decisión era mucho mayor
que los embates de las olas”.
“Miró en dirección a su hijo y le gritó:
¡TE QUIERO, HIJO MIO! y le tiró la soga al amigo de su hijo. En el tiempo que
le tomó al amigo llegar hasta el velero volcado en campana, su hijo desapareció
bajo los fuertes oleajes en la oscuridad de la noche. Jamás lograron encontrar
su cuerpo”.
Los dos adolescentes estaban escuchando
con suma atención, atentos a las próximas palabras que pronunciara el orador
invitado.
“El padre” -continuó el anciano- “sabía
que su hijo pasaría la eternidad con Cristo, y no podía soportar el hecho de
que el amigo de su hijo no estuviera preparado para encontrarse con Dios. Por
eso sacrificó a su hijo. ¡Cuán grande es el amor de Dios que lo impulsó a hacer
lo mismo por nosotros!”
Dicho esto, el anciano volvió a sentarse,
y hubo un tenso silencio. Pocos minutos después de concluida la reunión, los
dos adolescentes se encontraron con el anciano. Uno de ellos le dijo
cortésmente:
“Esa fue una historia muy bonita, pero a
mí me cuesta trabajo creer que ese padre haya sacrificado la vida de su hijo
con la ilusión de que el otro muchacho algún día decidiera seguir a Cristo”.
“Tienes toda la razón”, le contestó el
anciano mientras miraba su Biblia gastada por el uso. Y mientras sonreía, miró
fijamente a los dos jóvenes y les dijo:
“Pero esa historia me ayuda a comprender
lo difícil que debió haber sido para Dios entregar a su Hijo por mí. A mí
también me costaría trabajo creerlo si no fuera porque el amigo de ese hijo era
yo”. WCdeJ
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