Ante el testimonio que Jesucristo le ofrece, ante el testimonio por el
cual Él dice de sí mismo: “Soy Hijo de Dios”, ante el testimonio que le marca
como Redentor y Salvador, el cristiano debe tener fe. La fe se convierte para
nosotros en una actitud de vida ante las diversas situaciones de nuestra
existencia; pero sobre todo, la fe se convierte para nosotros en una luz
interior que empieza a regir y a orientar todos nuestros comportamientos.
La fundamental actitud de la fe se presenta particularmente importante
cuando se acercan la Semana Santa, los días en los cuales la Iglesia, en una
forma más solemne, recuerda la pasión, la muerte y la resurrección de nuestro
Señor. Tres elementos, tres eventos que no son simplemente «un ser consciente
de cuánto ha hecho el Señor por mí», sino que son, por encima de todo, una
llamada muy seria a nuestra actitud interior para ver si nuestra fe está puesta
en Él, que ha muerto y resucitado por nosotros.
Solamente así nosotros vamos a estar, auténticamente, celebrando la
Semana Santa; solamente así nosotros vamos a estar encontrándonos con un Cristo
que nos redime, con un Cristo que nos libera. Si por el contrario, nuestra vida
es una vida que no termina de aceptar a Cristo, es una vida que no termina en
aceptar el modo concreto con el cual Jesucristo ha querido llegar a nosotros,
la pregunta es: ¿Qué estoy viviendo como cristiano?
Jesús se me presenta con esa gran señal, que es su pasión y su
resurrección, como el principal gesto de su entrega y donación a mí. Jesús se
me presenta con esa señal para que yo diga: “creo en ti”. Quién sabe si
nosotros tenemos esto profundamente arraigado, o si nosotros lo que hemos
permitido es que en nuestra existencia se vayan poco a poco arraigando
situaciones en las que no estamos dejando entrar la redención de Jesucristo.
Que hayamos permitido situaciones en nuestra relación personal con Dios,
situaciones en la relación personal con la familia o con la sociedad, que nos
van llevando hacia una visión reducida, minusvalorada de nuestra fe cristiana,
y entonces, nos puede parecer exagerado lo que Cristo nos ofrece, porque la
imagen que nosotros tenemos de Cristo es muy reducida.
Solamente la fe profunda, la fe interior, la fe que se abraza y se deja
abrazar por Jesucristo, la fe que por el mismo Cristo permite reorientar
nuestros comportamientos, es la fe que llega a todos los rincones de nuestra
vida y es la que hace que la redención, que es lo que estamos celebrando en la
Pascua, se haga efectiva en nuestra existencia.
Sin embargo, a veces podemos constatar situaciones en nuestras vidas
—como les pasaba a los judíos— en las cuales Jesucristo puede parecernos
demasiado exigente. ¿Por qué hay que ser tan radical?, ¿Por qué hay que ser tan
perfeccionista?
Los judíos le dicen a Jesús: “No queremos apedrearte por ninguna obra
buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo
Dios”. Esta es una actitud que recorta a Cristo, y cuántas veces se presenta en
nuestras vidas.
La fe tiene que convertirse en vida en mí. Creo que todos nosotros sí
creemos que Jesucristo es el Hijo de Dios, Luz de Luz, pero la pregunta es: ¿Lo
vivimos? ¿Es mi fe capaz de tomar a Cristo en toda su dimensión? ¿O mi fe
recorta a Cristo y se convierte en una especie de reductor de nuestro Señor,
porque así la he acostumbrado, porque así la he vivido, porque así la he
llevado? ¿O a la mejor es porque así me han educado y me da miedo abrirme a ese
Cristo auténtico, pleno, al Cristo que se me ofrece como verdadero redentor de
todas mis debilidades, de todas mis miserias?
Cuando tocamos nuestra alma y la vemos débil, la vemos con caídas, la
vemos miserable ¿hasta qué punto dejamos que la abrace plenamente Jesucristo
nuestro Señor? Cuando palpamos nuestras debilidades ¿hasta qué punto dejamos
que las abrace Cristo nuestro Redentor? ¿Podemos nosotros decir con confianza
la frase del profeta Jeremías: “El Señor guerrero, poderoso está a mi lado; por
eso mis perseguidores caerán por tierra y no podrán conmigo; quedarán avergonzados
de su fracaso, y su ignominia será eterna e inolvidable”?
¿Que somos débiles...?, lo somos. ¿Que tenemos enemigos exteriores...?,
los tenemos. ¿Que tenemos enemigos interiores...?, es indudable. Ese enemigo es fundamentalmente el demonio, pero también
somos nosotros mismos, lo que siempre hemos llamado la carne, que no es otra
cosa más que nuestra debilidad ante los problemas, ante las dificultades, y que
se convierte en un grandísimo enemigo del alma.
Dios dice a través de la Escritura: “quedarán avergonzados de su fracaso
y su ignominia será eterna e inolvidable”. ¿Cuando mi fe toca mi propia
debilidad tiende a sentirse más hundida, más debilitada, con menos ganas? ¿O mi
fe, cuando toca la propia debilidad, abraza a Jesucristo nuestro Señor? ¿Es así
mi fe en Cristo? ¿Es así mi fe en Dios? Nos puede suceder a veces que, en el
camino de nuestro crecimiento espiritual, Dios pone, una detrás de otra, una
serie de caídas, a veces graves, a veces menos graves; una serie de
debilidades, a veces superables, a veces no tanto, para que nos abracemos con
más fe a Dios nuestro Señor, para que le podamos decir a Jesucristo que no le
recortamos nada de su influjo en nosotros, para que le podamos decir a
Jesucristo que lo aceptamos tal como es, porque solamente así vamos a ser
capaces de superar, de eliminar y de llevar adelante nuestras debilidades.
Que la Pascua sea un auténtico encuentro con nuestro Señor. Que no sea
simplemente unos ritos que celebramos por tradición, unas misas a las que
vamos, unos actos litúrgicos que presenciamos. Que realmente la Pascua sea un
encuentro con el Señor resucitado, glorioso, que a través de la Pasión, nos da
la liberación, nos da la fe, nos da la entrega, nos da la totalidad y, sobre
todo, nos da la salvación de nuestras debilidades. CS
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