jueves, 5 de abril de 2018

No al temor y la tristeza

Lc 24, 35-48. Así estaba escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día.
Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles, les contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.» Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.» Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?» Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos. Después les dijo: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: ´Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí´» Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas.

Reflexión
Con la Iglesia universal estamos celebrando el tiempo de Pascua. Es un tiempo de gozo y de alegría, un tiempo de victoria y de fiesta. Por eso, el verdadero cristiano es incapaz de vivir al margen de la alegría pascual. Por Cristo ha sido introducido e instalado en la alegría, entregado a la alegría. En su vida no puede ya existir el fracaso: ni el pecado, ni el sufrimiento, ni la muerte son ya para él obstáculos insuperables. Todo es materia prima de redención, de resurrección: porque en el centro mismo de su pecado, de sus sufrimientos y de su muerte, le espera Jesucristo vencedor.
El Señor resucitado ha llenado al mundo de gozo. Y si nos fijamos en el Evangelio de hoy y en los Evangelios de este tiempo pascual, nos damos cuenta de lo siguiente. Hay dos cosas que Cristo reprocha especialmente a sus discípulos: el temor y la tristeza.
“Llenos de miedo creían ver un fantasma”, dice de ellos el Evangelio de hoy. “Mujer, ¿por qué lloras?”, le dice Cristo a María Magdalena, cuando le aparece, cerca del sepulcro. También los discípulos de Emaús “se detienen entristecidos”, cuando se les aparece el Señor. Y siempre Jesús les echa en cara su miedo y su tristeza.
Hemos de preguntarnos, si esta actitud no es también la nuestra. Hemos de examinarnos si nuestra religión personal no es también una religión de tristeza y de terror. Porque muchos cristianos se han construido entre Dios y ellos un muro de desconfianza, de malentendidos, de miedo y de distanciamiento.
Aceptar creer en la alegría es casi aceptar a renunciar a nosotros mismos. Nuestra tristeza y nuestro miedo son las medidas de nuestro apego a nosotros mismos, a nuestra experiencia, a nuestra desconfianza, a nuestras quejas.
Y nuestra alegría es la medida de nuestro apego a Dios, a la confianza, a la esperanza, a la fe. Nuestra negativa al gozo es nuestra negativa a Dios. Dios ocupa en nuestras vidas el mismo lugar que la alegría.
Creer en Dios es creer que Él es capaz de hacernos felices. Es creer que Él puede hacernos conocer una vida que deseamos prolongar por toda la eternidad. Para muchos, la cuestión no es saber si tienen fe en la resurrección, sino saber si sienten ganas de resucitar.
Antes de creer en la resurrección, tendríamos que nacer a una vida que valiese la pena prolongarla por toda la eternidad. Porque lo que Cristo ha de resucitar, no es esta pequeña vida nuestra, egoísta, mezquina y pobre. Si prolongara indefinidamente esa vida, sería más un castigo que una recompensa.
Éstas son entonces las preguntas que Cristo nos plantea en este tiempo Pascual:
·         ¿Crees tú que yo puedo resucitar a ese muerto que eres tú y a todos los demás muertos que te rodean?
·         ¿Crees tú que yo puedo darte a conocer una vida en la que te gustaría vivir para siempre?
·         ¿Crees tú que yo puedo despertarte a esa vida nueva?
Lo esencial no es resucitar dentro de diez o treinta años, sino vivir y resucitar en seguida. Para que podamos experimentar una vida nueva, tenemos que morir en seguida: morir a nuestras faltas, a nuestras tristezas, a nuestros resentimientos y a nuestras lamentaciones.
Sólo de este modo podremos también resucitar en seguida, resucitar a la paz, a la fe, a la esperanza, al amor y a la alegría. Sólo así existe Pascua para nosotros.
Por eso, no existe Pascua sin una buena confesión: un morir a nosotros mismos, a nuestros caprichos que son nuestros pecados - para resucitar a la voluntad de Cristo, que es amor, esperanza, renovación, entrega.
No existe tampoco Pascua sin una comunión pascual: un salir de nuestras costumbres, de nuestra vida y de nuestro pan - para saborear otro pan, otra vida: un pan de sinceridad, de compromiso para con los demás, una vida de amor, de fe y de alegría.
Queridos hermanos, eso es Pascua: un cambio de vida, un pasar de esta pobre vida nuestra a otra vida - vida admirable, maravillosa, que será nuestra vida para siempre, que será un día nuestra vida eterna, en la casa del Padre Celestial. NS

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