Texto del
Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel
tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a
los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo,
otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh
Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos,
adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el
diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a
distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo
que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce
será humillado; y el que se humille será ensalzado».
«Os digo que éste bajó a su casa
justificado»
Comentario:
Fr. Gavan JENNINGS (Dublín, Irlanda)
Hoy, Cristo se nos presenta con dos hombres que,
ante un observador ‘casual’, podrían aparecer casi como idénticos, ya que ellos
se encuentran en el mismo lugar realizando la misma actividad: ambos «subieron
al templo a orar» (Lc 18,10). Pero
más allá de las apariencias, en lo más profundo de sus conciencias personales,
los dos hombres difieren radicalmente: uno, el fariseo, tiene la conciencia
tranquila, mientras que el otro, el publicano —cobrador de impuestos— se
encuentra inquieto por los sentimientos de culpa.
Hoy día tendemos a considerar los sentimientos de
culpa —el remordimiento— como algo cercano a una aberración psicológica. Sin
embargo, el sentimiento de culpa le permite al publicano salir reconfortado del
Templo, puesto que «éste bajó a su casa justificado y aquél no» (Lc 18,14). «El sentimiento de culpa»,
escribió Benedicto XVI cuando él todavía era Cardenal Ratzinger “Conciencia y
verdad”, «remueve la falsa tranquilidad de conciencia y puede ser llamado
‘protesta de la conciencia’ contra mi existencia auto-satisfecha. Es tan
necesario para el hombre como el dolor físico, que significa una alteración
corporal del funcionamiento normal».
Jesús no nos induce a pensar que el fariseo no
esté diciendo la verdad cuando él afirma que no es rapaz, injusto, ni adúltero
y que ayuna y entrega dinero al Templo (cf.
Lc 18,11); ni tampoco que el recaudador de impuestos esté delirando al
considerarse a sí mismo como un pecador. Ésta no es la cuestión. Más bien
ocurre que «el fariseo no sabe que él también tiene culpa. Él tiene una
conciencia completamente clara. Pero el ‘silencio de la conciencia’ lo hace
impenetrable ante Dios y ante los hombres, mientras que el ‘grito de conciencia’
que inquieta al publicano lo hace capaz de la verdad y del amor. ¡Jesús puede
remover a los pecadores!» (Benedicto XVI).
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