Cristo
vino para ofrecer la salvación, para anunciar el Reino, para perdonar los
pecados. Reunió a un grupo de discípulos. Constituyó a algunos de ellos como Apóstoles.
Les envió a predicar.
Tras
su Muerte y Resurrección, la venida del Espíritu Santo llevó a su punto
culminante el nacimiento de la Iglesia. Desde entonces la sal está presente y
actúa en un mundo necesitado de salvación y de esperanza.
Pero
si la sal se vuelve sosa (cf. Mt 5,13)...
El peligro existe. Ya en los primeros siglos hubo cristianos que quedaron
atrapados por la mentalidad de este mundo y se apartaron del Evangelio.
Buscaron sus propios maestros, dejaron que la presunción o las ideologías dominaran
sus corazones, y surgieron herejías que dañaron a miles de corazones.
La
historia de la Iglesia católica está marcada por el gesto de tantos bautizados
que un día dejaron de mirar al Maestro, se apartaron del Papa y de los obispos
que enseñan la verdadera doctrina católica, y buscaron sus propios intereses,
no los de Cristo (cf. Flp 2,12; 1Co
1,17).
También
hoy no resulta difícil encontrar a quienes dejan a un lado el Credo y los
concilios, desde el primero (Éfeso)
hasta el último (Vaticano II), y que
elaboran sus propios “catecismos personales”. O quienes interpretan la Biblia
según teorías incompatibles no sólo con la fe, sino con la sana filosofía. O
aquellos que pactan con una modernidad enfermiza y acogen ideas propias de los
hijos de las tinieblas.
La
lista de errores ha sido y es desoladora. Unos, por falta de preparación.
Otros, por deseos de aparecer y de ser aplaudidos por los hombres. Otros,
simplemente, para sumarse a proyectos mundanizantes que nada tienen que ver con
la fe católica, porque piensan de un modo semejante al de los modernistas
condenados por san Pío X. Otros, porque suponen que serán acogidos si aceptan
lo que ya tantos otros han aprobado: abortos, eutanasias, matrimonios que no lo
son, y una larga lista de desórdenes morales y de atentados contra la justicia.
Mientras,
millones de hombres y mujeres esperan la llegada de la sal verdadera, la que
conserva, la que limpia heridas, la que perdona pecados, la que introduce en el
dinamismo pascual de muerte y resurrección con Cristo.
¿Encontrarán
en nosotros corazones creyentes y preparados, lámparas encendidas de quienes
desean brillar con la luz de Cristo? La pregunta estremece, mas no debemos
temer: la Iglesia ha pasado por oscuridades desoladoras en tantos momentos de
su historia, pero la fidelidad de corazones abiertos a la gracia y fieles a la
fe, ha permitido que la nave de la Iglesia superase tormentas y transmitiera a
cada generación un mensaje que viene de Dios y que transforma el mundo con la
fuerza humilde y firme de un poco de sal. FP
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