He nacido
en un pueblo donde hasta hace poco existía el sanatorio nacional de enfermos de
lepra. Conozco bien las reacciones sociales, las suspicacias,
hipersensibilidades, estigmas, prevenciones y miedos que surgían, sobre todo al
principio, ante el asentamiento en el lugar de cerca de cuatrocientos enfermos.
La Biblia
ha tipificado la lepra como maldición divina por el riesgo de contagio y por
las secuelas terribles cuando se da como progresiva. Gracias a la medicina, hoy se controla el proceso de la enfermedad.
Las
Sagradas Escrituras nos describen la legislación mosaica, que imperaba en
Israel sobre estos enfermos. Como se les expulsaba de la ciudad, eran personas
marginales. A los leprosos se les obligaba a vestir de forma harapienta, iban
desgreñados y se les imponía tocar la campanilla a su paso para que en ningún
caso nadie pudiera acercarse a ellos.
En este
contexto cultural y religioso está ambientada la sobrecogedora escena que
describe el Evangelio: un enfermo de lepra cruza todas las barreras y llega
hasta Jesús, se postra ante Él y le pide la curación. La
reacción natural habría sido alejarse de ese hombre, y en cualquier caso, si
Jesús deseaba curarlo, podría haberlo hecho con su palabra. Si
al criado del centurión romano lo curó a distancia, cuánto más podría haberlo
curado con tan solo decir una palabra estando presente el necesitado. Lo sorprendente es que
alargue su mano, toque al enfermo y lo cure. Este contacto físico contaminó al
Nazareno, y desde entonces, dice el Evangelio, ya no podía entrar en ningún
pueblo.
Jesús dice en varias ocasiones que ha venido a
curar, a sanar, a perdonar, pero no imaginábamos que su opción por el hombre
tuviera una implicación tan solidaria y arriesgada que lo llevara al extremo de
hacerse marginal.
El
profeta dirá: “Que Él tomo nuestros pecados y cargó con ellos. Lo tuvimos por
leproso, desechado, varón de dolores”. Ante esta escena brota del corazón:
“Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: “Confesaré al
Señor mi culpa” y tú perdonaste mi culpa y mi pecado”.
¡Cómo
necesitamos el contacto con la Palabra del Señor para superar nuestros
estigmas! Pero también tenemos la llamada de acercarnos a quienes padecen
marginación por diversas causas, para que sientan la mano alargada de la bondad
de Dios. AMdeB
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