El mayor don es Cristo mismo. Porque el Padre envió a su Hijo para rescatarnos del pecado, para librarnos de la muerte, para hacernos hijos en Cristo. En cada sacramento, de modo especial en la Eucaristía, celebramos y revivimos ese inmenso amor de Dios.
Existe el peligro de acostumbrarnos, de vivir un cristianismo rutinario, como quien sigue tradiciones de la propia familia o sociedad sin experimentar fuego en su corazón. Por eso necesitamos recordar continuamente lo mucho que Dios nos ama, a través de la Sagrada Escritura, de la oración personal, de la vida como miembros de la Iglesia. En un mundo de prisas, de acciones rápidas con el coche o el móvil, nos resulta fundamental buscar momentos de pausa para ir a lo esencial.
“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
El recuerdo de esta verdad cambia todo en la vida. Los problemas, ciertamente, no desaparecen. Pero tenemos la certeza de que Dios, que es Amor, está siempre a nuestro lado. Por eso, como los creyentes de todos los siglos, hacemos nuestras las palabras de san Pablo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1,3 4). FP
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