«Dios ama el mundo». Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor. Este mundo no recorre su camino solo, perdido y desamparado. Dios lo envuelve con su amor por los cuatro costados. Esto tiene consecuencias de la máxima importancia.
Primero. Jesús es, antes que nada, el «regalo» que Dios ha hecho al mundo, no solo a los cristianos. Los investigadores pueden discutir sin fin sobre muchos aspectos de su figura histórica. Los teólogos pueden seguir desarrollando sus teorías más ingeniosas. Solo quien se acerca a Jesús como el gran regalo de Dios puede ir descubriendo en él, con emoción y gozo, la cercanía de Dios a todo ser humano.
Segundo. La razón de ser de la Iglesia, lo único que justifica su presencia en el mundo, es recordar el amor de Dios. Lo ha subrayado muchas veces el Vaticano II: la Iglesia «es enviada por Cristo a manifestar y comunicar el amor de Dios a todos los hombres». Nada hay más importante. Lo primero es comunicar ese amor de Dios a todo ser humano.
Tercero. Según el evangelista, Dios hace al mundo ese gran regalo que es Jesús, «no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Es peligroso hacer de la denuncia y la condena del mundo moderno todo un programa pastoral. Solo con el corazón lleno de amor a todos podemos llamarnos unos a otros a la conversión. Si las personas se sienten condenadas por Dios, no les estamos transmitiendo el mensaje de Jesús, sino otra cosa: tal vez nuestro resentimiento y enojo.
Cuarto. En estos momentos en que todo parece confuso, incierto y desalentador, nada impide a cada uno introducir un poco de amor en el mundo. Es lo que hizo Jesús. No hay que esperar a nada. ¿Por qué no va a haber en estos momentos hombres y mujeres buenos que introducen en el mundo amor, amistad, compasión, justicia, sensibilidad y ayuda a los que sufren...? Estos construyen la Iglesia de Jesús, la Iglesia del amor. JAP
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