Las llamadas «Actas» no son más que una fábula piadosa que sostiene haber sido escrita en base a los informes de Terenciano, el capitán de la guardia que se encargó de ejecutar a los dos mártires. De acuerdo con esta historia, los hermanos Juan y Pablo eran oficiales del ejército, a quienes el emperador Constantino puso al frente de la guardia que velaba por la seguridad de su hija, Constancia. Esta les profesaba una gran estimación, y a uno de los hermanos lo nombró su acompañante, mientras que al otro le dio el cargo de mayordomo. Posteriormente, el emperador los llamó para ponerlos al servicio del general Gallicano, en una fuerza expedicionaria que se envió a la Tracia para rechazar una invasión de los escitas. Los bárbaros invasores eran enemigos formidables y, en un momento dado, parecía inminente la derrota de las fuerzas imperiales. Una de las alas de la vanguardia había quedado aislada, varios oficiales se habían rendido y, en esos momentos, los dos hermanos se aproximaron a Gallicano para asegurarle que obtendría la victoria si se comprometía a abrazar la religión cristiana. El general hizo la promesa requerida y, en seguida apareció una legión de ángeles que puso en fuga al enemigo. Mientras Constantino y sus hijos conservaron la vida, Juan y Pablo siguieron a su servicio y fueron honrados por la familia imperial; pero, en cuanto el emperador Juliano proclamó su apostasía, le demostraron su hostilidad. En consecuencia, Juliano los hizo comparecer ante su tribunal, donde se negaron rotundamente a obedecer sus órdenes de ofrecer sacrificios a los dioses y, además, proclamaron su decisión de mantenerse firmes en la fe cristiana que profesaban y su abominación por la apostasía del emperador. Se les dio un plazo de diez días para que considerasen su negativa. Al cumplirse, llegó Terenciano, capitán de la guardia imperial, con algunos de sus hombres, a la casa donde permanecían los hermanos bajo vigilancia. Ahí mismo se procedió a la ejecución, sin más testigos que los cuatro o cinco guardias presentes. Los cadáveres fueron sepultados en el jardín de la residencia sobre la Colina Coeli, pero Terenciano y sus hombres juraron guardar silencio y hacer creer que los dos cristianos habían sido enviados al exilio. La leyenda agrega que el emperador Joviano construyó la iglesia dedicada en su honor, en el mismo sitio donde se hallaba la casa.
La actual basílica de los Santos Juan y Pablo, con su fachada de estilo románico-lombardo, fue entregada por el Papa Clemente XIV a san Pablo de la Cruz y, a la fecha, está al cuidado de los pasionistas. Las excavaciones practicadas en 1887, bajo los cimientos de la basílica, revelaron la existencia de habitaciones de la antiquísima casa, con restos de frescos, algunos de los cuales pertenecen al siglo tercero.
Nota: algún lector puede sentirse confundido frente al culto tributado a unos mártires que en realidad parece que todos los indicios apuntan a su inexistencia. ¿Por qué la Iglesia conserva este caso, pero otros en similares circunstancias los quita? ¿O por qué nos enseña a rendirles culto y no deja sencillamente que su nombre se vaya perdiendo en el olvido? Si se lee con atención el texto oficial del elogio (“En Roma, conmemoración de los santos Juan y Pablo, a los que se dedicó una basílica en el monte Celio, en el Clivo de Scauro, en las propiedades del senador Pammaquio”), se verá que el centro no está puesto en la vida de los santos sino en el culto que se les tributó desde antiguo. Incluso dudando de su existencia, el caso de estos santos es distinto a santos como, por ejemplo, san Expedito, porque en el caso de Expedito el culto no es antiguo, mientras que en el caso de estos Juan y Pablo, hayan existido o sean fruto de una confusión, el culto que reciben proviene realmente del siglo IV, y fue continuo a lo largo de la historia. En definitiva, todo culto se tributa a Dios, admirable en sus santos, y de eso da testimonio la conmemoración de hoy.
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