Buscamos, en
las noticias, señales de esperanza: cuándo terminará la epidemia, cuándo
llegará un buen gobernante, cuándo mejorarán los salarios, cuándo terminará la
violencia en la calle.
Muchas veces no
llegan esas señales de esperanza: los hospitales tienen serios problemas de
acogida, los gobernantes luchan más por su puesto que por el bien de la gente,
los salarios quedan desinflados por nuevos impuestos...
Cuando las
malas noticias se acumulan, cuando no aparecen signos de mejora en el
horizonte, el corazón experimenta un peso que a veces se hace asfixiante. Si,
además, las noticias familiares son alarmantes, la situación se hace
insostenible.
En cambio,
quien teme a Dios tiene un recurso y una fortaleza para resistir a las malas
noticias, porque está seguro de que el Señor no lo abandonará: Él es fiel, y
siempre ayuda a quienes buscan su ayuda (cf. Sal 112,7-8).
Las malas
noticias siguen allí, los problemas no desaparecen de golpe, pero hay algo que
permite ver más allá de los sufrimientos del presente y así tener la certeza de
la victoria de Cristo.
Sí:
el Cordero de Dios ya ha vencido, ya está a la derecha del Padre, ya intercede
por nosotros, ya nos ha enviado al Espíritu Santo. Entonces surge la verdadera
esperanza, la que se basa no en apoyos humanos, sino en Dios.
No
vivimos sin esperanza: nos hemos acercado a Cristo y somos ya parte de su
Iglesia (cf. Ef 2,12-13). Por eso, ante las noticias que
hoy aparezcan ante mis ojos y mis oídos, reaccionaré con valentía, porque
estaré apoyado en Aquel que es la fortaleza de los débiles y la ayuda de
quienes mantienen viva la lámpara de la fe. FP
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