Texto del Evangelio (Mt 23,27-32): En
aquel tiempo, Jesús dijo: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas,
pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos,
pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así
también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro
estáis llenos de hipocresía y de iniquidad. ¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos hipócritas, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis
los monumentos de los justos, y decís: ‘Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo
de nuestros padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los
profetas!’. Con lo cual atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de
los que mataron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros
padres!».
«¡Ay
de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!»
Comentario: + Rev. D. Lluís
ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona, España)
Hoy, como en los
días anteriores y los que siguen, contemplamos a Jesús fuera de sí, condenando
actitudes incompatibles con un vivir digno, no solamente cristiano, sino
también humano: «Por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro
estáis llenos de hipocresía y de iniquidad» (Mt
23,28). Viene a confirmar que la sinceridad, la honradez, la lealtad, la
nobleza..., son virtudes queridas por Dios y, también, muy apreciadas por los
humanos.
Para no caer, pues,
en la hipocresía, tengo que ser muy sincero. Primero, con Dios, porque me
quiere limpio de corazón y que deteste toda mentira por ser Él totalmente puro,
la Verdad absoluta. Segundo, conmigo mismo, para no ser yo el primer engañado,
exponiéndome a pecar contra el Espíritu Santo al no reconocer los propios
pecados ni manifestarlos con claridad en el sacramento de la Penitencia, o por
no confiar suficientemente en Dios, que nunca condena a quien hace de hijo
pródigo ni pierde a nadie por el hecho de ser pecador, sino por no reconocerse
como tal. En tercer lugar, con los otros, ya que también —como Jesús— a todos
nos pone fuera de sí la mentira, el engaño, la falta de sinceridad, de
honradez, de lealtad, de nobleza..., y, por esto mismo, hemos de aplicarnos el
principio: «Lo que no quieras para ti, no lo quieras para nadie».
Estas tres actitudes
—que podemos considerar de sentido común— las hemos de hacer nuestras para no
caer en la hipocresía, y hacernos cargo de que necesitamos la gracia
santificante, debido al pecado original ocasionado por el ‘padre de la
mentira’: el demonio. Por esto, haremos caso de la exhortación de san
Josemaría: «A la hora del examen ve prevenido contra el demonio mudo»;
tendremos también presente a Orígenes, que dice: «Toda santidad fingida yace
muerta porque no obra impulsada por Dios», y nos regiremos, siempre, por el
principio elemental y simple propuesto por Jesús: «Sea vuestro lenguaje: ‘Sí,
sí’; ‘no, no’» (Mt 5,37).
María no se pasa en
palabras, pero su sí al bien, a la gracia, fue único y veraz; su no al mal, al pecado,
fue rotundo y sincero.
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