El
juicio tiene lugar en el palacio donde reside el prefecto romano cuando acude a
Jerusalén. Acaba de amanecer. Pilato ocupa la sede desde la que dicta sus
sentencias. Jesús comparece maniatado, como un delincuente. Allí están, frente
a frente, el representante del imperio más poderoso y el profeta del reino de
Dios.
A
Pilato le resulta increíble que aquel hombre intente desafiar a Roma: «Con que,
¿tú eres rey?». Jesús es muy claro: «Mi reino no es de este mundo». No
pertenece a ningún sistema injusto de este mundo. No pretende ocupar ningún
trono. No busca poder ni riqueza.
Pero
no le oculta la verdad: «Soy rey». Ha venido a este mundo a introducir verdad.
Si su reino fuera de este mundo tendría «guardias» que lucharían por él con
armas. Pero sus seguidores no son «legionarios», sino «discípulos» que escuchan
su mensaje y se dedican a poner verdad, justicia y amor en el mundo.
El
reino de Jesús no es el de Pilato. El prefecto vive para extraer las riquezas
de los pueblos y conducirlas a Roma. Jesús vive «para ser testigo de la
verdad». Su vida es todo un desafío: «Todo el que es de la verdad escucha mi
voz». Pilato no es de la verdad. No escucha la voz de Jesús. Dentro de unas
horas intentará apagarla para siempre.
El
seguidor de Jesús no es «guardián» de la verdad, sino «testigo». Su quehacer no
es disputar, combatir y derrotar a los adversarios, sino vivir la verdad del evangelio
y comunicar la experiencia de Jesús, que está cambiando su vida.
El
cristiano tampoco es «propietario» de la verdad, sino testigo. No impone su
doctrina, no controla la fe de los demás, no pretende tener razón en todo. Vive
convirtiéndose a Jesús, contagia la atracción que siente por él, ayuda a mirar
hacia el evangelio, pone en todas partes la verdad de Jesús. La Iglesia atraerá
a la gente cuando vean que nuestro rostro se parece al de Jesús, y que nuestra
vida recuerda a la suya. JAP
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