A medida que el cristiano va madurando en su fe, percibe que
Cristo le confía mayor responsabilidad en su Reino, como que le va dando
confianza. Comienza a escuchar, cada vez con mayor frecuencia, la invitación a
dar testimonio de su fe a aquellos que de alguna manera dependen de él o sobre
los que puede influir: amigos, familiares, compañeros...
Contempla a Cristo que se compadece del dolor de los hombres,
que sigue el derrotero de cada uno... y experimenta un fortísimo deseo de
colaborar con Él: ayudando al que vacila en su vida de gracia o enseñando a
Cristo al que no lo conoce... Siente que Cristo le dirige a él también la
palabra: “Dales tú de comer”, igual que a los apóstoles en la multiplicación de
los panes.
Como a los apóstoles la tarea le parece desproporcionada,
demasiado grande. Hace el recuento de sus reservas espirituales y comprueba lo
que ya intuía. Apenas alcanza para sí mismo, ¿cómo va a repartir a los otros?
Le viene la tentación: “ya tengo suficientes problemas con
ser buen cristiano yo, ¿para qué me meto en más líos?”
Pero no. Cristo insiste. “Dales tú de comer”. Los apóstoles
se quedan boquiabiertos pero reaccionan maravillosamente. Observémosles.
Le llevan a Cristo todo lo que tienen, aunque les pareciese
una ridiculez en comparación con su necesidad.
Creen en Él y no temen exponerse al ridículo. Hubiera sido
más lógico que Cristo hiciera primero el milagro y después ellos, ya con los
panes en la mano, mandaran sentar a la gente. Pero obedecen a Cristo. Se arriesgan
con las manos vacías, sin saber cómo les sacará Cristo del atolladero en el que
se meten.
Ponen en manos de Cristo sus pocos panes pues sólo Él los
puede multiplicar (sólo Él es capaz de convertir a las almas, de tocar el
corazón de los amigos a quienes deseamos el bien...)
Y Jesús hace el milagro. Pero, detalle curioso, no reparte Él
los panes, sino los discípulos. Ése es su método ordinario para llegar a los
hombres: a través de la fidelidad y el celo de sus colaboradores, de nosotros
los cristianos.
Mi fe en Ti, Señor, el amor del Espíritu Santo que late en mí
no es un asunto estrictamente privado. Debo salir de la órbita de mi egoísmo en
busca de mi hermano necesitado de Cristo. JLR
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