No soñaba sino en predicar misiones populares, porque recogía una enorme cosecha de almas para el Cielo. Y expresó sus sentimientos en una carta que parece escrita por un loco. Oyó la muerte desastrosa de una pecadora pública, y redactó en esa carta las locuras más desatinadas:
La noticia de la muerte de esa pecadora lastimó tanto mi corazón, que ansiaba bajar al infierno para sacar de allí aquella alma. Se deshacían mis entrañas, y no sé qué hacerme por el remedio de esta criatura. Quisiera ser un santo que lograse de mi Dios mis deseos en orden al bien de las almas.
¡Qué pequeño me parece todo el mundo! ¡Qué ansia de predicar misión en el infierno, en el limbo y aún en el Cielo! Yo confieso que son locuras, pero no puedo irme a la mano.
¡Cuántas veces se me pasan los ratos pensando estos desatinos! Que no quiero morirme hasta el día del Juicio, sin que deje convertido a todo el mundo... Que estando en el Cielo (que por mis culpas no merezco), le diré a Dios: ¿pero, qué hago aquí parado? Déjame, Señor; dame permiso para ir predicar misión; y entonces recorrerlo todo, el limbo, el infierno, y últimamente predicarla a los santos del Cielo.
Menos mal que este santo misionero reconocía que todo esto eran locuras y desatinos...
Pero a nosotros nos hacen pensar en una realidad de nuestra Iglesia, que se siente en misión continua para salvar a tantos hermanos expuestos a su perdición, para dilatar el Reino de Dios y para robustecer a los hermanos en la fe.
Cuando hablamos de la Misión, nos viene a la memoria la imagen clásica del Misionero Sacerdote que, Crucifijo al pecho, entraba en la población, predicaba atronadoramente en la iglesia parroquial, se pasaba horas y horas en el confesionario, y acababa todo con una Comunión general interminable.
Esto eran las famosas Misiones, que, no hay que negarlo, hacían un bien inmenso en los pueblos.
Pero las costumbres sociales modernas han desplazado ese método de Misión, el cual era en otros tiempos un revulsivo fuerte que llevaba muchas almas a Dios. Teniendo esto en cuenta, es como se entienden los desatinos de Fray Diego José de Cádiz en su carta famosa.
Hoy, no; hoy eso ya es raro, aunque no se haya perdido del todo. Hoy se hace de otra manera, sin llamar la atención. Hoy son muchas veces hermanos seglares aunque siempre bajo la dirección del Sacerdote quienes hablan a los otros hermanos, los exhortan, les dan testimonio de vida...
Y se hace esto en Ejercicios Espirituales, en Retiros, en Cursillos, en Encuentros Juveniles o Matrimoniales, en reuniones Catecumenales, en asambleas Carismáticas, o en otras formas nuevas que bajo el impulso del Espíritu han nacido en la Iglesia. Estos apostolados tienden a conseguir lo de las antiguas Misiones: llamar a la conversión y renovar la fe de las parroquias y de los pueblos.
No es extraño, sin embargo, ver todavía cómo las diócesis organizan Misiones generales con equipos voluntarios, que recorren hasta las últimas aldeas llevando el mensaje del Evangelio.
A lo que vamos. ¿Cuál es, cuál debe ser nuestra actitud de católicos ante este hecho de la Misión en formas tan diversas? La Iglesia cambia de métodos, pero no cambia sus metas y sus objetivos. El objetivo final será siempre la salvación eterna.
Dios nos ha creado para su gloria eterna, y la Iglesia no se dejará llevar de las críticas de unos, de los griteríos de otros, de las novedades de muchos, y nos seguirá predicando siempre lo mismo:
Este mundo es provisional; debemos cumplir nuestro deber del trabajo santificador; hay que esforzarse en procurar el bienestar de tantos hermanos pobres y necesitados; hay que hacer muchas cosas..., todas importantes, pero todas ellas subordinadas al objetivo final: la salvación nuestra y de todos los hombres.
Entonces, la actitud que tomamos es doble.
Por una parte, somos los primeros oyentes de la Palabra en esas formas de Misión que hoy nos prodiga tanto la Iglesia.
Por otra parte, nos disponemos a ser agentes activos de apostolado: misioneros seglares, que Jesucristo escoge y la Iglesia delega.
Esto es para nosotros un bien inmenso. Somos beneficiarios del celo apostólico de muchos hermanos nuestros sacerdotes, religiosas, seglares que tienen recibida de la Iglesia la misión de llevar a todos el mensaje de la salvación. Con espíritu de fe, descubrimos en ello un verdadero mimo de Dios que nos ama.
Además, todos nos estimulamos a llevar a los otros esa salvación que así se nos prodiga a nosotros. Los que se preocupan de nosotros con su entrega tan desinteresada, nos están pidiendo a nosotros, callada pero elocuentemente, que nos enrolemos en las obras apostólicas de la Iglesia. Si alguien se ve con cualidades para ser misionero o misionera en una forma u otra, ¿por qué negarse al mismo Jesucristo?...
Como el Misionero santo que escribía aquellas locuras, queremos trabajar porque todos alcancen su salvación. ¿Y sabemos que, actuando así, nos aseguramos de modo indefectible nuestra salvación propia? No hay miedo de que se pierda quien ha encaminado a otros hacia la vida eterna... PG
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