Texto del Evangelio (Lc 11,15-26): En aquel tiempo, después de que Jesús hubo
expulsado un demonio, algunos dijeron: «Por Beelzebul, Príncipe de los
demonios, expulsa los demonios». Otros, para ponerle a prueba, le pedían una
señal del cielo.
Pero Él,
conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo
queda asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido
contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino?, porque decís que yo expulso
los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por
quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero
si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el
Reino de Dios.
»Cuando uno
fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si
llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba
confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el
que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale del hombre,
anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo,
dice: ‘Me volveré a mi casa, de donde salí’. Y al llegar la encuentra barrida y
en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se
instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio».
«Algunos dijeron: 'Por
Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios'»
Comentario: Rev. D. Josep PAUSAS i Mas
(Sant Feliu de Llobregat, España)
Hoy contemplamos asombrados
cómo Jesús es ridículamente ‘acusado’ de expulsar demonios «por Beelzebul,
Príncipe de los demonios» (Lc 11,15).
Es difícil imaginar un bien más grande —echar, alejar de las almas al diablo,
el instigador del mal— y, al mismo tiempo, escuchar la acusación más grave —hacerlo,
precisamente, por el poder del propio diablo—. Es realmente una acusación
gratuita, que manifiesta mucha ceguera y envidia por parte de los acusadores
del Señor. También hoy día, sin darnos cuenta, eliminamos de raíz el derecho
que tienen los otros a discrepar, a ser diferentes y tener sus propias
posiciones contrarias e, incluso, opuestas a las nuestras.
Quien lo vive cerrado en un
dogmatismo político, cultural o ideológico, fácilmente menosprecia al que
discrepa, descalificando todo su proyecto y negándole competencia e, incluso,
honestidad. Entonces, el adversario político o ideológico se convierte en
enemigo personal. La confrontación degenera en insulto y agresividad. El clima
de intolerancia y mutua exclusión violenta puede, entonces, conducirnos a la
tentación de eliminar de alguna manera a quien se nos presenta como enemigo.
En este clima es fácil
justificar cualquier atentado contra las personas, incluso, los asesinatos, si
el muerto no es de los nuestros. ¡Cuántas personas sufren hoy con este ambiente
de intolerancia y rechazo mutuo que frecuentemente se respira en las
instituciones públicas, en los lugares de trabajo, en asambleas y
confrontaciones políticas!
Entre todos hemos de crear unas
condiciones y un clima de tolerancia, respeto mutuo y confrontación leal en el
que sea posible ir encontrando caminos de diálogo. Y los cristianos, lejos de
endurecer y sacralizar falsamente nuestras posiciones manipulando a Dios e
identificándolo con nuestras propias posturas, hemos de seguir a este Jesús que
—cuando sus discípulos pretendían que impidiera que otros expulsaran demonios
en nombre de Él— los corrigió diciéndoles: «No se lo impidáis. Quien no está
contra vosotros, está con vosotros» (Lc
9,50). Pues, «todo el coro innumerable de pastores se reduce al cuerpo de
un solo Pastor» (San Agustín).
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