Si leemos el
encantador Evangelio de Marcos, nos encontramos como mandato final de
Jesucristo con estas palabras: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio
a toda criatura.
Un mandamiento
que entraña una grave obligación, porque la salvación la ha condicionado Dios a
la fe y al bautismo, ya que sigue diciendo Jesús: El que crea y se bautice,
se salvará; pero el que se resista a creer, se condenará.
Por lo mismo,
la Iglesia se encuentra ante un deber ineludible: evangelizar. La predicación
del Evangelio, la Fe y el Bautismo están de tal manera entrelazados, que no se
pueden separar. Sin predicación, no hay fe; sin fe no hay bautismo; sin
bautismo no hay salvación.
¿Qué debe hacer
entonces la Iglesia, qué debe hacer cada comunidad cristiana, qué debe hacer
cada bautizado? Ser instrumentos fieles en la mano de Jesucristo para llevar a
todos el misterio de la salvación, continuando la misión que el mismo
Jesucristo trajo al mundo recibida del Padre, y para la cual lo llenó el
Espíritu Santo: El Espíritu del Señor me ha ungido para anunciar a los
pobres la gran noticia: ¡ha llegado la salvación!
La primera
beneficiada por el cumplimiento de esta misión será la misma Iglesia, lo será
cada comunidad cristiana, lo será cada apóstol. Pues su mismo trabajo y su
empeño por evangelizar los irá renovando en la fe que recibieron en el
Bautismo.
Cuanto más
evangelicen, más se robustecerá su propia fe. Dar la fe con entusiasmo
creciente es la mejor manera de agradecer a Dios el don de la fe y el mejor
medio para conservar y acrecentar la propia fe.
Ahora, más que
mirarnos cada uno en particular y mirar a toda la Iglesia, nos centramos en la
comunidad cristiana a la que pertenecemos: la parroquia, la asociación, el
movimiento en el cual nos hemos comprometido... En esta pequeña comunidad se
centra para cada uno la Iglesia universal, y en esa comunidad desarrolla cada
uno de nosotros la labor que le toca como miembro de la Iglesia.
¿Qué vemos, qué
observamos alrededor de nuestra propia comunidad? ¿Qué desafíos nos presenta?
Ante todo, nos
damos cuenta de que son muchos los que desconocen prácticamente a Jesucristo.
¿Podemos quedarnos indiferentes, y no llevarles el conocimiento del Señor Jesús?
No hay
comunidad cristiana, no hay cristiano alguno, que esté libre de la obligación
de hacer conocer a Cristo en todo el mundo. ¿Y cuál es la parte del mundo, sino
la que está a mi alrededor, la que me toca a mí como campo de mi trabajo, como
parcela en la que yo debo sembrar el Evangelio?
Cuando miramos
así a la Iglesia como un campo inmenso que abarca todo el mundo, pero dividida
en multitud de parcelas que no rompen la unidad, sino que todas se conjuntan en
la misma y única Iglesia, entonces entendemos eso de cuidar cada uno de nuestro
metro cuadrado, es decir, de esta parte de la Iglesia que me toca a mí, la que
está a mi alrededor, y de la cual yo voy a responder. Es entonces cuando se
siente la urgencia del apostolado, y nadie tiene el mal gusto de quedarse con
los brazos cruzados mientras hay tanto que hacer por Jesucristo y por el Reino
de Dios.
Los medios que
la Iglesia pone a mi disposición para evangelizar son muy antiguos y resultan
siempre nuevos:
· La catequesis, por la cual enseño a los demás las verdades de la fe que no
conocen. ¿Estudio yo a Cristo y la doctrina de la fe, para poder comunicarlo a
los demás que lo necesitan?
· La liturgia, el culto de la Iglesia, que con la Palabra, los Sacramentos y
los demás signos, es una lección continua de la fe cristiana. ¿Participo
activamente y hago participar a los demás en los actos del culto, sabiendo que
con ellos evangelizo de una manera muy poderosa?
·
La oración, con la cual se llega a todas partes y va mucho más allá que
nuestra actividad externa. Jesús, contemplando la mucha cosecha que había por
delante, fue lo primero que nos encargó: La mies es mucha, rogad al Señor de
la mies que mande operarios a su campo. ¿Tomamos la oración en la comunidad
como la actividad primera de nuestro apostolado?
· El testimonio, es imprescindible. Hoy al mundo lo convencen los testigos,
no los maestros. Si los de fuera nos ven consecuentes con nuestra fe, serán
arrastrados hacia Jesucristo y su Iglesia.
En medio de
nuestras limitaciones, ¿somos católicos convencidos, con vida testimoniante?
Todo esto lo
desarrollamos en el ámbito de nuestra comunidad particular parroquia,
asociación o movimiento, pero nuestra mirada debe ir mucho más lejos: hemos de
vivir el espíritu misionero de la Iglesia de tal modo que no haya obra de la
Iglesia universal que no nos afecte, que no nos toque de cerca y que no sienta
nuestra colaboración en la medida de nuestras posibilidades. El mandato último
de Jesús no puso límites geográficos a nuestro apostolado, pues nos dijo: Id
por todo el mundo.., a todas la gente, a todos los pueblos de la tierra.
Este mandato de
Jesús a toda la Iglesia, a cada comunidad cristiana, a cada creyente en
particular a mí, en concreto es enardecedor y es exigente. Nos entusiasma,
porque todos hemos soñado alguna vez en ser misioneros, en ser apóstoles. Y
aunque nos pida mucho, ¿medimos nuestra grandeza al tener la misma misión que
el Señor: llevar la fe, llevar la salvación al mundo entero? PG
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