A
Mateo se le ve preocupado por corregir los conflictos, disputas y
enfrentamientos que pueden surgir en la comunidad de los seguidores de Jesús.
Probablemente está escribiendo su evangelio en unos momentos en que, como se
dice en su evangelio, «la caridad de la mayoría se está enfriando» (Mateo 24,12).
Por
eso concreta con mucho detalle cómo se ha de actuar para extirpar el mal del
interior de la comunidad, respetando siempre a las personas, buscando antes que
nada «la corrección a solas», acudiendo al diálogo con «testigos», haciendo
intervenir a la «comunidad» o separándose de quien puede hacer daño a los
seguidores de Jesús.
Todo
eso puede ser necesario, pero ¿cómo ha de actuar en concreto la persona
ofendida?, ¿Qué ha de hacer el discípulo de Jesús que desea seguir sus pasos y
colaborar con él abriendo caminos al reino de Dios, el reino de la misericordia
y la justicia para todos?
Mateo
no podía olvidar unas palabras de Jesús recogidas por un evangelio anterior al
suyo. No eran fáciles de entender, pero reflejaban lo que había en el corazón
de Jesús. Aunque hayan pasado veinte siglos, sus seguidores no hemos de rebajar
su contenido.
Pedro
se acerca a Jesús. Como en otras ocasiones, lo hace representando al grupo de
seguidores: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?,
¿hasta siete veces?». Su pregunta no es mezquina, sino enormemente generosa. Le
ha escuchado a Jesús sus parábolas sobre la misericordia de Dios. Conoce su
capacidad de comprender, disculpar y perdonar. También él está dispuesto a
perdonar «muchas veces», pero ¿no hay un límite?
La
respuesta de Jesús es contundente: «No te digo siete veces, sino hasta setenta
veces siete»: has de perdonar siempre, en todo momento, de manera
incondicional. A lo largo de los siglos se ha querido rebajar de muchas maneras
lo dicho por Jesús: «perdonar siempre, es perjudicial»; «da alicientes al
ofensor»; «hay que exigirle primero arrepentimiento». Todo esto parece muy razonable, pero oculta y desfigura lo que
pensaba y vivía Jesús.
Hay
que volver a él. En su Iglesia hacen falta hombres y mujeres que estén
dispuestos a perdonar como él, introduciendo entre nosotros su gesto de perdón
en toda su gratuidad y grandeza. Es lo que mejor hace brillar en la Iglesia el
rostro de Cristo. JAP
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