El progresivo
olvido de Dios en los tiempos que vivimos es algo evidente. Una gran mayoría de
hombres y mujeres han dejado de creer y los templos están cada vez más vacíos,
por lo que ha llegado el momento de preguntarnos: ¿Qué está pasando en nuestra
sociedad y por qué está sucediendo? Hoy en día, como lo fue en la Edad Media,
creer en Dios resulta igualmente de razonable, sencillamente porque sin Él no
nos queda otra salida que el absurdo; entonces ¿por qué el hombre actual ha
elegido vivir en la más absoluta orfandad? La respuesta es compleja, porque son
muchas las formas en que se nos muestra la increencia, que va desde las
manifestaciones supersticiosas o falsos sustitutivos de la religiosidad
auténtica, hasta el ‘Odium Dei’, pasando por el indiferentismo religioso,
cada vez más en boga. A la crisis de fe se puede llegar por muy diversos
caminos, tanto es así que hay quien piensa que en lugar de increencias habría
que hablar de increyentes, porque cada cual puede tener sus personales motivos
para mantenerse al margen de la fe. No vamos a hacer mención de todos ellos,
pero sí al menos señalar aquellos que nos remiten a la aparición de los nuevos
humanismos, claramente de signo laicista.
En efecto,
aparte de las circunstancias personales, se puede hablar de humanismos de nuevo
cuño, si es que así se les puede llamar, portadores de un virus mortífero que
explican, al menos en parte, la creciente descristianización que ahora
padecemos. Desde antiguo la egolatría anida en el corazón del hombre, siendo
aprovechada, tanto por el marxismo materialista como por el laicismo liberal,
ambos condenados por la Iglesia, para deificar al hombre, haciéndole creer que
él podía ser el sustituto de Dios. Feuerbach sería el principal responsable de
alimentar este humano endiosamiento. En su ‘Esencia del cristianismo’ deja
claramente establecido que Dios es el rival del hombre, que le está robando
protagonismo, de modo que todo lo que atribuimos a Dios se lo robamos al
hombre, que no ha de tener otro dios que no sea él mismo. Haciendo rico a Dios
es como el hombre ha quedado empobrecido y ha llegado la hora, según Feuerbach,
de que el hombre deje de ser pobre, deshaciéndose de un Dios rico. En
esencia tal es la expresión de un materialismo ateo, primitivo y
visceral.
La obsesión por
desacralizar al hombre y por convertir la teología en una antropología
inmanentista, la volvemos a encontrar en el espíritu pseudo-cientificista de la
época, que tanto ha contribuido a que el hombre solo tenga ojos para ver lo que
queda circunscrito al ámbito de su experiencia. A medida que la actitud
positivista se consolidaba, se ha ido sustrayendo credibilidad a todo lo que de
alguna forma quedaba fuera del ámbito de verificación cuantitativa, al modo
como se procede en las ciencias experimentales, hasta llegar a un punto
tal de que todo lo que no es susceptible de probación empírica carece de
interés. Las conquistas en el campo de la ciencia y el progreso de la técnica
han deslumbrado al hombre moderno, llevándole a una concepción muy restringida
de la realidad. ‘Solo existe lo que puede ser comprobado experimentalmente’.
Hay quien ha llegado a pensar incluso, que todo gira en torno del
hombre-creador, al que es considerado como un pequeño dios, que no necesita de
instancias superiores, porque con su ciencia puede hacer frente a cuanto se le
vaya presentando. Admiradores de su propio poder, los hombres de hoy se sienten
satisfechos de sus éxitos y conquistas, como si ahí acabara todo.
La mentalidad
positivista de los hombres de nuestro tiempo hunde sus raíces en Augusto Comte,
quien partiendo de la desautorización de todo saber teológico y metafísico
establece, como único modelo de conocimiento fiable, el saber científico
positivo, tal como quedara formulado en su ley de los tres estadios, con lo que
abre su ‘Curso de Filosofía Positivista’. Naturalmente que si se da por bueno
el «pseudo-dogma científico» de que solo la experiencia es fuente de
conocimiento, cae por tierra todo planteamiento de tipo trascendente, pero una
afirmación así carece de sentido porque entre otras cosas, al decir esto, se
están rebasando los límites puramente experimentales, en los que está enmarcado
el positivismo. De hecho, científicos cualificados consideran ilegítimos estos
planteamientos exclusivistas y totalitarios, aún con todo, la orientación
positivista comtiana habría de encontrar una buena acogida en la posmodernidad,
hasta acabar constituyéndose como la única norma del saber humano. En palabras
del Vaticano II «la negación de Dios o la religión no constituye, como en
épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se
presenta, no rara vez, con exigencia de progreso científico y de un cierto
humanismo nuevo» («Gaudium et Spes», núm
7).
En el origen de
la crisis de fe nos encontramos también con una actitud biologicista,
característica de nuestro tiempo. Es palpable el ansia insaciable de
gozar de todos los placeres, no siendo el ‘bien vivir’ lo que importa sino ‘el
vivir bien’. La pasión por disfrutar a tope de la vida mantiene al hombre
actual enajenado y cautivo en el marco del más descarnado hedonismo. Para
muchos Dios ha llegado a ser una rémora, que podría comprometer su bienestar
material y su libertad. La misma cultura, de signo claramente voluptuoso,
envuelve con frecuencia a los espíritus, sin que sea neutralizada
suficientemente por otro tipo de aspiraciones. Diversos humanismos vitalistas,
en la línea del biologismo nietzscheano, han hecho su aparición y con el
pretexto de hacer al hombre más libre y más feliz, han ido alejándole de Dios.
Es así como las creencias religiosas han ido desapareciendo, para dar paso al
impulso biológico instintivo. Entre las masas se ha ido extendiendo la idea de
que Dios es enemigo de la vida y del hombre, tal como gritara Nietzsche: «Hombres
superiores, Dios ha sido vuestro mayor peligro. No habéis resucitado hasta que
ÉL bajó a la tumba; ahora solamente vuelve el mediodía. Ahora el hombre
superior es el amo... Dios ha muerto. Ahora queremos nosotros que viva el
superhombre» (Nietzsche, Así habló Zaratustra ‘Del Hombre Superior’, núm. 1
-3).
Por fin hemos
de referirnos a otro de los humanismos ateos nocivos que hizo su mella, sobre
todo, en las jóvenes generaciones del siglo pasado y que con su nihilismo ha
barrido del horizonte humano todo resquicio de esperanza, no solo sobrenatural
sino también humana. Me estoy refiriendo al existencialismo de corte sartreano,
que aparece en un momento histórico de la posguerra, en el que la angustia y el
pesimismo lo invadían todo. Los hombres, testigos de dos guerras, habían
sufrido demasiado y ahora tenían que soportar las dificultades y hacer frente a
las terribles consecuencias de tanta destrucción. En tal situación les costaba
trabajo tener que admitir la presencia de un Dios Bueno, en un mundo dominado
por la desolación y el desastre. Todo parecía suceder como si Dios no
existiera, a los ojos de unos hombres dominados por la angustia y el
pesimismo. Fue el momento del existencialismo ateo, que trataba de poner
de manifiesto el absurdo de la existencia humana. El humanismo existencialista
de Sartre presenta al hombre como una vana pasión, abocada irremisiblemente al
fracaso. Nada ni nadie puede ponerle a salvo, ni siquiera Dios puede ser una
respuesta a la humana frustración, porque la idea de Dios es imposible para
Sartre, dado que en sí misma implica una contradicción, cuál sería la
representada por la síntesis integradora del «en sí, para sí». Está claro que,
en el sentir del influyente filósofo francés, Dios es un imposible, pero aun en
el caso de que existiera, las cosas no cambiarían. El hombre seguiría siendo lo
que es, «El existencialismo —nos dice— no es de tal manera ateísmo, que
se agote en demostrar que Dios no existe. El declara más bien: aun si Dios
existiera, nada cambiaría... El hombre debe reencontrarse y persuadirse de que
nada le puede salvar de sí mismo».
En estas y
otras formas de humanismo ateo que han proliferado en los últimos tiempos, ha
encontrado el hombre actual, formas seductoras de liberación humana y uno se
pregunta: ¿por qué muchos hombres tuvieron que buscar consuelo fuera de la fe
en Dios y depositar su confianza en falsas promesas de liberación? ¿Por qué los
creyentes no hemos sido capaces de hacer llegar el mensaje liberador de Cristo
al hombre moderno? Puede que nuestro cristianismo no haya sido lo
suficientemente auténtico, o tal vez nos haya faltado y nos sigue faltando,
intrepidez y coraje y nos sobren complejos y cobardías, que nos impiden ser
verdaderos testigos de la fe que decimos profesar. AGS
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