¿Cómo
podría la Iglesia recuperar su prestigio social y ejercer de nuevo aquella
influencia que tuvo en nuestra sociedad hace solamente algunos años? Sin
confesarlo quizá en voz alta, son bastantes los que añoran aquellos tiempos en que
la Iglesia podía anunciar su mensaje desde plataformas privilegiadas que
contaban con el apoyo del poder político.
¿No
hemos de luchar por recuperar otra vez ese poder perdido que nos permita hacer
una «propaganda» religiosa y moral eficaz, capaz de superar otras ideologías y
corrientes de opinión que se van imponiendo entre nosotros?
¿No
hemos de desarrollar unas estructuras religiosas más poderosas, fortalecer
nuestros organismos y hacer de la Iglesia una «empresa más competitiva y
rentable»?
Sin
duda, en el fondo de esta inquietud hay una voluntad sincera de llevar el
evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, pero ¿es ese el camino a
seguir? Las palabras de Jesús, al enviar a sus discípulos sin pan ni alforja,
sin dinero ni túnica de repuesto, insisten más bien en «caminar» pobremente,
con libertad, ligereza y disponibilidad total.
Lo
importante no es un equipamiento que nos dé seguridad, sino la fuerza misma del
evangelio vivido con sinceridad, pues el evangelio penetra en la sociedad no tanto
a través de medios eficaces de propaganda, sino por medio de testigos que viven
fielmente el seguimiento a Jesucristo.
Son
necesarias en la Iglesia la organización y las estructuras, pero solo para
sostener la vida evangélica de los creyentes. Una Iglesia cargada de excesivo
equipaje corre el riesgo de hacerse sedentaria y conservadora. A la larga se
preocupará más de abastecerse a sí misma que de caminar libremente al servicio
del reino de Dios.
Una
Iglesia más desguarnecida, más desprovista de privilegios y más empobrecida de
poder sociopolítico será una Iglesia más libre y capaz de ofrecer el evangelio
en su verdad más auténtica. JAP
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