Una
mujer avergonzada y temerosa se acerca a Jesús secretamente, con la confianza
de quedar curada de una enfermedad que la humilla desde hace tiempo. Arruinada
por los médicos, sola y sin futuro, viene a Jesús con una fe grande. Solo busca
una vida más digna y más sana.
En
el trasfondo del relato se adivina un grave problema. La mujer sufre pérdidas
de sangre: una enfermedad que la obliga a vivir en un estado de impureza ritual
y discriminación. Las leyes religiosas le obligan a evitar el contacto con
Jesús y, sin embargo, es precisamente ese contacto el que la podría curar.
La
curación se produce cuando aquella mujer, educada en unas categorías religiosas
que la condenan a la discriminación, logra liberarse de la ley para confiar en
Jesús. En aquel profeta, enviado de Dios, hay una fuerza capaz de salvarla.
Ella «notó que su cuerpo estaba curado»; Jesús «notó la fuerza salvadora que
había salido de él».
Este
episodio, aparentemente insignificante, es un exponente más de lo que se recoge
de manera constante en las fuentes evangélicas: la actuación salvadora de
Jesús, comprometido siempre en liberar a la mujer de la exclusión social, de la
opresión del varón en la familia patriarcal y de la dominación religiosa dentro
del pueblo de Dios.
Sería
anacrónico presentar a Jesús como un feminista de nuestros días, comprometido
en la lucha por la igualdad de derechos entre mujer y varón. Su mensaje es más
radical: la superioridad del varón y la sumisión de la mujer no vienen de Dios.
Por eso entre sus seguidores han de desaparecer. Jesús concibe su movimiento
como un espacio sin dominación masculina.
La
relación entre varones y mujeres sigue enferma, incluso dentro de la Iglesia.
Las mujeres no pueden notar con transparencia «la fuerza salvadora» que sale de
Jesús. Es uno de nuestros grandes pecados. El camino de la curación es claro:
suprimir las leyes, costumbres, estructuras y prácticas que generan
discriminación de la mujer, para hacer de la Iglesia un espacio sin dominación
masculina. JAP
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