El
hijo existe porque sus padres se amaron mutuamente, se abrieron a la llegada de
ese hijo, lo ayudaron en sus primeros años, lo protegieron en tantas
situaciones de la vida.
Por
motivos diversos, un día ese hijo muestra indiferencia, antipatía, incluso
desprecio y odio hacia sus padres.
¿Cómo
es posible? Quizá por una soberbia terrible: el hijo piensa que sabe más, que
puede más, que es mejor que sus padres.
O
tal vez porque acusa a sus padres de tener defectos, de no haberle educado bien
(o como el hijo habría querido), de no consentirle en sus peticiones.
O,
simplemente, porque al sentirse ‘maduro’ e independiente no quiere reconocer lo
que debe a sus padres; piensa que así ‘volará’ y se realizará según sus planes
personales.
Los
padres sufren lo indecible ante esas actitudes de un hijo. Sufren porque le han
dado tanto. Sufren porque, como seres humanos, esperaban cariño y encuentran
rabia y desprecio.
No
existen padres perfectos. Pero con sus imperfecciones, con sus límites, en
ocasiones con su falta de estudios, los padres siguen siendo padres.
¿Es
posible ayudar a un hijo que ha llegado a la ceguera y al pecado del desprecio
a sus padres? Parece difícil. Dios, sin embargo, puede tocar un corazón tan
endurecido, tan desalmado.
Los
padres rezan por ese hijo, desde el dolor que experimentan, desde la angustia
que surge al sentirse despreciados por quien nació como fruto de su amor de
esposos.
Quizá
algún día llegue la luz de Dios al corazón de ese hijo. Podrá, entonces,
reconocer cuánto debe a sus padres y cómo ha actuado con ellos con una
ingratitud terrible.
Si
ese hijo se convierte, si pide perdón a Dios y a sus padres, superará los
sentimientos negativos que le hayan asfixiado hasta ese momento, y será capaz
de vivir con esa alegría de quien sabe que existe gracias a quienes lo
acogieron y ayudaron, a veces con heroísmo, en sus primeros años de existencia
humana. FP
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