¿Qué es precisamente la tolerancia?
Imagínese la
situación de un hombre que tiene dos hijos, uno de principios sanos y voluntad
fuerte, y otro de principios indecisos y voluntad vacilante. Aparece, de paso
por el lugar en que la familia reside, un profesor que dará un curso de vacaciones
extraordinariamente útil a ambos. El padre desea que sus hijos sigan el curso,
pero ve que esto implicará privarlos de varios paseos a los cuales ambos están
muy apegados.
Pesados los pros y
contras, fija su juicio sobre el asunto: más conviene a sus hijos renunciar a
algunas distracciones, por lo demás muy legítimas, que perder una ocasión rara
de desarrollarse intelectualmente. Manifestada la deliberación a los
interesados, la actitud de éstos es varia. El primero, después de un momento de
duda, accede a la voluntad paterna. El otro se lamenta, implora, suplica a su
padre que cambie su resolución; da muestras tales de irritación, que un grave
movimiento de rebelión de su parte es de temer.
Ante esto, el padre
mantiene su decisión con relación al hijo bueno. Pero, considerando lo que le
cuesta al hijo mediocre el esfuerzo de la rutina escolar; previendo las muchas
ocasiones de tensión que en la vida diaria surgen en las relaciones entre
ambos, para la eventual salvaguardia de principios morales impostergables,
juzga mejor no insistir. Y conveniente en que el hijo no haga el curso.
Actuando así con el
hijo mediocre y tibio, el padre le dio una autorización a disgusto. Un permiso
que no es de modo alguno una aprobación. Un permiso que le fue casi arrancado.
Para evitar un mal (la tensión con el hijo), consintió en un bien menor (las
excursiones de vacaciones), y desistió de un bien mayor (el curso). Es a este
tipo de consentimiento dado sin aprobación, y aún con censura, se llama
tolerancia.
Claro está que, a
veces, la tolerancia es el consentimiento no sólo en un bien menor para evitar
un mal, sino en un mal menor para evitar uno mayor. Sería el caso de un padre
que, teniendo un hijo que contrajo varios vicios graves y puesto ante la
imposibilidad de hacerlos cesar todos, forma el propósito de combatirlos
sucesivamente. Así mientras procura obstar a un vicio, cierra los ojos a todos
los demás. Este cerrar de ojos, que es un consentimiento dado con profundo
disgusto, busca evitar un mal mayor, es decir, que la enmienda moral del hijo
se torne imposible. Se trata característicamente de una actitud de tolerancia.
Como acabamos de
ver, la tolerancia sólo puede ser practicada en situaciones anormales. Si
no hubiese malos hijos, por ejemplo, no habría necesidad de tolerancia de parte
de los padres.
Así, en una
familia, cuanto más los miembros fueren forzados a practicar la
tolerancia entre sí, tanto más la situación será anómala.
Siéntese mucho la
realidad de lo que aquí está dicho, considerando el caso de una Orden Religiosa
o de un ejército en que los jefes o superiores tengan que usar habitualmente
una tolerancia sin límites con sus subordinados. Tal ejército no está apto para
ganar batallas. Tal Orden no está caminando hacia las altas y rudas cimas de la
perfección cristiana.
En otros términos,
la tolerancia puede ser una virtud. Pero es virtud característica de las
situaciones anormales, inestables, difíciles. Ella es, por así decir, la cruz
de cada día del católico fervoroso, en las épocas de desolación, de decadencia
espiritual y de ruina de la Civilización Cristiana.
Por esto mismo se
comprende que sea tan necesaria en un siglo de catástrofe, como el nuestro. En
todo momento, el católico se encuentra en nuestros días en la contingencia de
tolerar algo en el tranvía, en el autobús, en la calle, en los lugares en que
trabaja, en las casas que visita, en los hoteles en que veranea: encuentra en
todo momento abusos que le provocan un grito interior de indignación. Grito que
es a veces obligado a silenciar para evitar un mal mayor. Grito que,
entretanto, en ocasiones normales sería un deber de honra y coherencia el
manifestarlo.
De paso es curioso
observar la contradicción en que caen los adoradores de este siglo. Por un
lado, elevan enfáticamente a las nubes sus cualidades, y silencian o subestiman
sus defectos. Por otro, no cesan de apostrofar a los católicos intolerantes,
suplicando tolerancia, bramando por tolerancia, exigiendo tolerancia, a favor
del siglo. Y no se cansan de afirmar que esa tolerancia debe ser constante,
omnímoda y extrema. No se comprende cómo no perciben la contradicción en que
caen: sólo hay tolerancia en la anomalía y, proclamar la necesidad de mucha
tolerancia, es afirmar la existencia de mucha anomalía.
De cualquier
manera, griegos y troyanos concuerdan en reconocer que la tolerancia en nuestra
época es muy necesaria.
Así, es fácil
percibir cuánto yerra el lenguaje corriente a respecto de la tolerancia. En
efecto, habitualmente se presta a este vocablo un sentido elogioso. Cuando se
dice que alguien es tolerante, esta afirmación viene acompañada de una serie de
alabanzas implícitas o explícitas: alma grande, gran corazón, espíritu amplio,
generoso, comprensivo, naturalmente propenso a la simpatía, a la cordura, a la
benevolencia. Y, como es lógico, el calificativo de intolerante también trae
consigo una secuela de censuras más o menos explícitas: espíritu estrecho,
temperamento bilioso, malévolo, espontáneamente inclinado a desconfiar, a
odiar, a resentirse y a vengarse.
En realidad, nada
es más unilateral. Pues, si hay casos en que la tolerancia es un bien, otros
hay en que es un mal. Y puede llegar a ser un crimen. Así, nadie merece encomio
por el hecho de ser sistemáticamente tolerante o intolerante, si no por ser una
u otra cosa de acuerdo a lo que exijan las circunstancias.
Antes de todo, es
necesario subrayar que existe una situación en la cual el católico debe ser
siempre intolerante, y esta regla no admite excepciones. Es cuando se desea
que, para complacer a otros, o para evitar algún mal mayor, practique algún
pecado. Pues todo pecado es una ofensa a Dios. Y es absurdo pensar que en
alguna situación Dios pueda ser virtuosamente ofendido.
Y esto es tan
obvio, que parecería superfluo decirlo. Entre tanto, en la práctica, cuántas
veces sería necesario recordar este principio. Así, por ejemplo, nadie tiene el
derecho de, por tolerancia con los amigos, y con la intención de despertar su
simpatía, vestirse de modo inmoral, adoptar las maneras licenciosas o livianas
de las personas de vida desarreglada, ostentar ideas temerarias, sospechosas o
incluso erróneas, o alardear de tener vicios que en la realidad -por la gracia
de Dios- no se tienen.
Que un católico,
consciente de los deberes de fidelidad que tiene en relación con la
escolástica, profese otra filosofía sólo para granjearse simpatías en cierto
medio, es una forma de tolerancia inadmisible. Pues peca contra la verdad quien
profesa un sistema que sabe que tiene errores, a pesar de que estos no
sean contra la fe.
Pero los deberes de
la intolerancia, en casos como estos, van más lejos.
No basta que nos
abstengamos de practicar el mal. Es incluso un deber que nunca lo aprobemos,
por acción o por omisión.
Un católico que,
ante del pecado o del error, toma una actitud de simpatía, peca contra la
virtud de la intolerancia. Es lo que se da cuando se presencia, con una
sonrisa, sin restricciones, una conversación o una escena inmoral; o cuando, en
una discusión, se reconoce a otros el derecho a abrazar la opinión que quieran
sobre religión. Esto no es respetar a los adversarios, sino ser conniventes con
sus errores o pecados. Esto es aprobar el mal. Y esto, un católico no puede
hacerlo jamás.
A veces, sin
embargo, se llega a eso pensando que no hay pecado contra la intolerancia. Es
lo que ocurre cuando ciertos silencios frente al error o al mal dan la idea de
una aprobación tácita.
En todos estos
casos, la tolerancia es un pecado, y sólo en la intolerancia consiste la
virtud.
Leyendo estas
afirmaciones es admisible que ciertos lectores se irriten. El instinto de
sociabilidad es natural al hombre. Y este instinto nos lleva a convivir
con los otros de modo armonioso y agradable.
Ahora bien, en
circunstancias cada vez más numerosas, el católico está obligado, dentro de la
lógica de nuestra argumentación, a repetir delante del siglo el heroico
«Non Possumus» de Pío IX: No podemos imitar, no podemos concordar, no podemos
callar. Enseguida se crea en torno de nosotros aquel ambiente de guerra fría o
caliente con que los partidarios de los errores y modas de nuestra época
persiguen con implacable intolerancia, y en nombre de la tolerancia, a todos
los que osan no concordar con ellos. Una cortina de fuego, de hielo, o
simplemente de celofán nos cerca y aísla. Una velada excomunión social nos mantiene
al margen de los ambientes modernos. Y a esto el hombre tiene casi tanto miedo
como a la muerte. O más que a la propia muerte.
No exageramos. Para
tener derecho de ciudadanía en tales ambientes, hay hombres que trabajan hasta
matarse con infartos y anginas cardíacas; hay señoras que ayunan como ascetas
de la Tebaida, y llegan a exponer gravemente su salud. Para perder una
«ciudadanía» de tal «valor», sólo por amor a los principios, ¡sería necesario
realmente amar mucho a los principios!
Otra dificultad es
la pereza. Estudiar un asunto, compenetrarse de él, tener enteramente a mano en
cualquier oportunidad los argumentos para justificar una posición: cuánto
esfuerzo... cuánta pereza. Pereza de hablar, de discutir, es claro. Sin
embargo, aún más, pereza de estudiar. Y sobre todo, la suprema pereza de pensar
con seriedad sobre algo, de compenetrarse de algo, de identificarse con una
idea, un principio. La pereza sutil, imperceptible, omnímoda, de ser serio, de
pensar seriamente, de vivir con seriedad, cuanto aparta de esta
intolerancia inflexible, heroica, imperturbable, que en ciertas ocasiones y en
ciertos asuntos es hoy como siempre el deber del verdadero católico.
La pereza es
hermana de la displicencia. Muchos preguntaran por qué tanto esfuerzo, tanta lucha,
tanto sacrificio, si una golondrina no hace verano, y con nuestra actitud los
otros no mejoran. ¡Extraña objeción! Como si debiésemos practicar los
Mandamientos sólo para que los otros los practiquen también, y estuviésemos
dispensados de hacerlo en la medida que los otros no nos imiten.
Testimoniamos
delante de los hombres nuestro amor al bien, y nuestro odio al mal, para dar
gloria a Dios. Y aunque el mundo entero nos reprobase, deberíamos continuar
haciéndolo. El hecho de que los otros no nos acompañen, no disminuye los
derechos que Dios tiene a nuestra entera obediencia.
Pero estas razones
no son las únicas. Existe también el oportunismo. Estar de acuerdo con las
tendencias dominantes, es algo que abre todas las puertas y facilita todas las
carreras. Prestigio, confort, dinero, todo. Todo se torna más fácil y más al
alcance si se concuerda con la influencia dominante. PCdeO
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