Por
eso, al entrar en un templo, la actitud que nace de la fe es la de un silencio
orante. El lugar sagrado nos invita a abrir el corazón a las luces de Dios, al
mundo del espíritu, a la gracia que salva.
No
podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para
saludos, para palabras vanas, para conversaciones que distraen.
Desde
una mirada de fe, la iglesia se convierte en un lugar apto, maravilloso, para
el encuentro con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1185) dice, al
respecto, que “el templo también debe ser un espacio que invite al recogimiento
y a la oración silenciosa, que prolonga e interioriza la gran plegaria de la
Eucaristía”.
El
alma, entonces, puede hacer suyas las palabras del salmista:
“¡Qué
amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot! Anhela mi alma y languidece tras de los
atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo.
Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, y para sí la golondrina un nido
donde poner a sus polluelos: ¡Tus altares, oh Yahveh Sebaot, rey mío y Dios
mío! (...) Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre” (Sal 84,2-5). FP
AMEN MI ADORADO JESUS EN TI CONFIO.
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