La cultura de la muerte continúa sus campañas
contra la vida. No contra la vida en abstracto, sino contra vidas concretas.
Hoy promueven un escándalo en los medios de comunicación social porque una niña
ha quedado embarazada y “hay que obligarla” a abortar a cualquier precio.
Mañana gritan, en un congreso de mujeres, que hay que promover la libertad
sexual, el acceso a los medios anticonceptivos y el aborto seguro y gratuito.
Pasado mañana lanzan un ataque feroz contra la Iglesia católica y otros grupos
cristianos que se oponen al aborto, y los ridiculizan como enemigos de las
mujeres y del progreso. En los países más desarrollados promueven la eutanasia
a través de casos dramáticos usados hábilmente por algunos grupos de presión.
Estamos ante una campaña organizada, profunda, con medios
extraordinarios, con grandes cantidades de dinero y una enorme atención por
parte de algunos medios de comunicación (prensa, televisión, radio, internet).
¿De dónde viene ese deseo de promover un sexo sin responsabilidad, el
proyecto de asesinar a los hijos no nacidos, de destruir y matar a los más
débiles? No es fácil penetrar en la psicología de quien defiende el aborto o la
eutanasia. El camino por el cual un hombre o una mujer llegan a defender la
cultura de la muerte es complejo, y muchas veces un juicio apresurado puede ser
injusto o incompleto.
Lo que sí resulta claro es que el camino opuesto, la cultura de la vida,
nace del amor, de la donación, del respeto, de la responsabilidad, de la
justicia. Cuando un corazón se arrodilla y pide perdón a Dios por un
sentimiento de odio o de rencor. Cuando una adolescente violada o engañada
acoge con amor al hijo inocente que crece en sus entrañas. Cuando una familia
se ofrece a adoptar a un hijo no querido para que otros no lo maten. Cuando un
médico que ha practicado miles de abortos reconoce públicamente su error y
empieza a defender la vida... Todos estos gestos son posibles desde el amor;
nacen, en el fondo, del Dios que es amante de la vida (Sabiduría 11,26).
En la lucha contra el aborto los argumentos son importantes, pero no
bastan. Una ecografía (ver al bebé pequeño, escuchar los latidos de su corazón)
no consigue, a veces, detener un aborto. La fotografía del rostro sonriente de
un niño Down no impedirá, en ocasiones, que unos esposos cometan el aborto de
su propio hijo que vive en esa condición diferente. Se trata, sin embargo, de
una vida humana, siempre digna, siempre llena de posibilidades y esperanzas, de
dolores y de penas, como cualquier otra existencia en nuestro planeta.
Cuando se asiste a los debates sobre el aborto a veces se nota como si
dos muros separasen a los contendientes. La tensión se enciende, a veces saltan
palabras duras. Nace un sentimiento de rabia ante la incapacidad de los otros
de abrirse a la verdad del amor. Todo termina, muchas veces, con el desprecio de
los abortistas hacia los provida, y con el dolor y la pena de los provida ante
la dureza y la habilidad (llena de sofismas) de los “pro-choice”.
Los que promueven la vida saben que el amor puede abrir grietas
profundas en las filas de los abortistas. Quizá se pueda conseguir más con una
oración, un gesto de afecto, un perdón profundo, que con un discurso sobre el
estatuto del embrión humano. Desde luego, no hay que dejar de lado los
argumentos, pero el corazón tiene mecanismos profundos que necesitan un tipo de
trato diferente.
La estrategia de la vida nace del amor. Un amor que debe incluir a ese
hermano que ve el aborto como algo bueno, a esa madre que no tiene el valor de
amar al hijo, a aquel médico que ha cerrado su conciencia y no quiere ver lo
que hace en el quirófano en cada “interrupción del embarazo” (una fórmula
inventada para ocultar la realidad de su gesto homicida).
Cristo nos invita a vencer el odio con el amor, a perdonar, a acoger, a
rescatar. En cada aborto, no es dañada sólo la vida de un embrión o un feto, es
dañada sobre todo, la conciencia de quien aborta, de quien cede al miedo, a la
cobardía, al odio o al egoísmo. Es dañado ese corazón que se hace pequeño
porque no ama, pero que no se resigna, que no quiere vivir esclavo de sus
males, verdugo de su hijo y de sí mismo.
La mirada de Cristo puede convertir a un ladrón en un santo, a un
fariseo en un apóstol, a un abortista en un promotor de la vida. Esa mirada
debe reflejarse, hoy como siempre, en el rostro de todos los cristianos que
defendemos la vida. Entonces la derrota del abortismo mundial no será derrota,
sino victoria: unos corazones errantes, pobres, amargados, comprenderán lo grande
que es amar. Trabajarán para que otros muchos, también los no nacidos, puedan
vivir y morir en un mundo que camina, día tras día, al encuentro del Dios
bueno. FP
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