miércoles, 18 de abril de 2018

¿De qué sirve creer?

—Hay muchas personas que no tienen fe, pero que son, desde el punto de vista moral, igual o mejor que los creyentes: en bondad, en abnegación, en honradez o en el ejercicio de las virtudes sociales y familiares.
Esas razones sobre el comportamiento ejemplar de algunos no creyentes, son en el fondo un argumento a favor de la religión. No hay que olvidar que esos hombres, pese a no ser creyentes, en la mayoría de los casos son ejemplares precisamente porque se guían por unos valores que están inspirados en el cristianismo. Intentaré explicarme.
Por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de la ONU de 1948 -un documento que en el mundo occidental nadie discute- ha sido cuestionada desde amplios sectores orientales e islámicos por considerarla “de excesiva inspiración cristiana”. Ese contraste indica que el Evangelio está presente de manera muy profunda en los valores que fundamentan nuestra civilización occidental, desde sus comienzos hasta ahora. Los mismos conceptos de “libertad, igualdad, fraternidad” de la Revolución Francesa, también son en su origen valores cristianos. El concepto de libertad universal, en el sentido de núcleo originario de la dignidad de todo hombre, era desconocido en el mundo oriental, que reservaba la libertad al déspota, y permaneció también ajeno al mundo greco-romano, el cual -aun teniendo en cuenta la libertad civil- sostenía que solo algunos hombres eran libres (como ciudadanos atenienses, espartanos, romanos…), y no el hombre en cuanto tal.
Y si seguimos analizando la historia, enseguida puede verse también que los regímenes fundamentados en el ateísmo sistemático han producido resultados catastróficos. Basta pensar en los totalitarismos ateos de Lenin o Stalin en el mundo soviético, el de Hitler en la Alemania nazi, el de Mao en la China, o el de Pol Pot en Camboya, por fijarnos solo en el último siglo. 
Nietzsche, Engels y Marx, por ejemplo, consideraban la piedad, la misericordia y el perdón como la escapatoria de los débiles. Fueron sistemas filosóficos y políticos fundamentados en la negación de Dios y de sus mandatos, que fueron sustituidos por la tiranía de ídolos diversos, expresada en la glorificación de una raza, una clase, un estado, una nación o un partido.
A la luz de esas desventuras, se comprende que si se pisotean los derechos de Dios se acaban violentando también los derechos humanos, y viceversa. Los derechos de Dios y del hombre se afirman o caen juntos. Y como asegura Frossard, si Occidente ha logrado escapar, y no sin dificultades, de los horrores de esas ideologías, ha sido gracias a sus hondas raíces cristianas, que han obligado al ateísmo a tomar la forma de un laicismo más tolerante.
Quiero decir con todo esto que a pesar de la pérdida de religiosidad, muchas personas conservan los contenidos de vigencias que tienen un origen religioso. Es verdad que hay efectivamente personas que llevan una vida honesta y recta, sin el Evangelio. Pero si una vida es verdaderamente recta, es porque el Evangelio, no conocido o no rechazado a nivel consciente, en realidad desarrolla ya su acción en lo profundo de la persona que busca con honesto esfuerzo la verdad y está dispuesta a aceptarla apenas la conozca.

—Pero, ante el valor moral de algunos no creyentes, ¿no tienes la impresión de que los cristianos dan -o damos-, en general, poco ejemplo? ¿No tendríamos que pensar un poco más en este mundo y un poco menos en el más allá?
Es cierto que hay cristianos que no dan -o quizá no damos- suficiente buen ejemplo. O que parecen haber olvidado su obligación de santificar esta vida como camino para alcanzar la del más allá. Pero todos debemos esforzarnos por mejorar el mundo en que vivimos, en medio de nuestras ocupaciones habituales, como recomienda por ejemplo el Concilio Vaticano II. El hecho de que no todos los cristianos sean ejemplares no tiene por qué restar valor a la fe. Indica, simplemente, que los hombres tienen debilidades, cometen errores y no cumplen todos sus buenos propósitos.
Pienso, además, que debemos ser muy prudentes a la hora de juzgar a los demás, sean o no creyentes. Las miserias y los errores de los hombres se deben en buena parte a que han recibido una formación deficiente, y por eso sus fallos han de ser para nosotros un estímulo para procurar ayudarles, respetando su libertad. El verdadero espíritu cristiano impulsa a acercarse con afecto a todos los hombres, y eso aunque sean personas que lleven una vida muy equivocada, o incluso criminal, porque en esos casos -escribe Josemaría Escrivá-, “aunque sus errores sean culpables y su perseverancia en el mal sea consciente, hay en el fondo de esas almas desgraciadas una ignorancia profunda, que solo Dios podrá medir”. “Solo Dios sabe lo que sucede en el corazón del hombre, y Él no trata a las almas en masa, sino una a una. A nadie corresponde juzgar en esta tierra sobre la salvación o condenación eternas en un caso concreto”.

—Pero al ver tantas cosas que se hacen mal, uno piensa que Dios tendría que haber hecho algo para que su mensaje fuera más eficaz entre los hombres, o al menos entre los cristianos.
Dios ha irrumpido en la historia de una forma mucho más suave y respetuosa con la libertad del hombre de lo que a muchos les hubiera gustado. Pero así es su respuesta a la libertad. Dios se ha ofrecido a guiarnos, pero sin obligarnos. A los ojos de muchos parece que ha fracasado, y se preguntan por qué se muestra tan débil. Pero Él no quiere imponerse sino que solicita nuestra libertad, porque -como dice Henri J. M. Nouwen- su amor es demasiado grande para hacer nada de eso. Dios no quiere forzar, obligar o empujar. Da libertad, sin la cual el amor no puede surgir. AA

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