—Hay muchas personas que no tienen fe, pero que
son, desde el punto de vista moral, igual o mejor que los creyentes: en bondad,
en abnegación, en honradez o en el ejercicio de las virtudes sociales y
familiares.
Esas razones
sobre el comportamiento ejemplar de algunos no creyentes, son en el fondo un
argumento a favor de la religión. No hay que olvidar que esos hombres, pese a
no ser creyentes, en la mayoría de los casos son ejemplares precisamente porque
se guían por unos valores que están inspirados en el cristianismo. Intentaré
explicarme.
Por ejemplo,
la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de la ONU de 1948 -un
documento que en el mundo occidental nadie discute- ha sido cuestionada desde
amplios sectores orientales e islámicos por considerarla “de excesiva
inspiración cristiana”. Ese contraste indica que el Evangelio está presente de
manera muy profunda en los valores que fundamentan nuestra civilización
occidental, desde sus comienzos hasta ahora. Los mismos conceptos de “libertad,
igualdad, fraternidad” de la Revolución Francesa, también son en su origen
valores cristianos. El concepto de libertad universal, en el sentido de núcleo
originario de la dignidad de todo hombre, era desconocido en el mundo oriental,
que reservaba la libertad al déspota, y permaneció también ajeno al mundo
greco-romano, el cual -aun teniendo en cuenta la libertad civil- sostenía que
solo algunos hombres eran libres (como ciudadanos atenienses, espartanos,
romanos…), y no el hombre en cuanto tal.
Y si seguimos
analizando la historia, enseguida puede verse también que los regímenes
fundamentados en el ateísmo sistemático han producido resultados catastróficos.
Basta pensar en los totalitarismos ateos de Lenin o Stalin en el mundo
soviético, el de Hitler en la Alemania nazi, el de Mao en la China, o el de Pol
Pot en Camboya, por fijarnos solo en el último siglo.
Nietzsche,
Engels y Marx, por ejemplo, consideraban la piedad, la misericordia y el perdón
como la escapatoria de los débiles. Fueron sistemas filosóficos y políticos
fundamentados en la negación de Dios y de sus mandatos, que fueron sustituidos
por la tiranía de ídolos diversos, expresada en la glorificación de una raza,
una clase, un estado, una nación o un partido.
A la luz de
esas desventuras, se comprende que si se pisotean los derechos de Dios se
acaban violentando también los derechos humanos, y viceversa. Los derechos de
Dios y del hombre se afirman o caen juntos. Y como asegura Frossard, si
Occidente ha logrado escapar, y no sin dificultades, de los horrores de esas
ideologías, ha sido gracias a sus hondas raíces cristianas, que han obligado al
ateísmo a tomar la forma de un laicismo más tolerante.
Quiero decir
con todo esto que a pesar de la pérdida de religiosidad, muchas personas conservan
los contenidos de vigencias que tienen un origen religioso. Es verdad que hay
efectivamente personas que llevan una vida honesta y recta, sin el Evangelio.
Pero si una vida es verdaderamente recta, es porque el Evangelio, no conocido o
no rechazado a nivel consciente, en realidad desarrolla ya su acción en lo
profundo de la persona que busca con honesto esfuerzo la verdad y está
dispuesta a aceptarla apenas la conozca.
—Pero, ante el valor moral de algunos no
creyentes, ¿no tienes la impresión de que los cristianos dan -o damos-, en
general, poco ejemplo? ¿No tendríamos que pensar un poco más en este mundo y un
poco menos en el más allá?
Es cierto que
hay cristianos que no dan -o quizá no damos- suficiente buen ejemplo. O que
parecen haber olvidado su obligación de santificar esta vida como camino para
alcanzar la del más allá. Pero todos debemos esforzarnos por mejorar el mundo
en que vivimos, en medio de nuestras ocupaciones habituales, como recomienda
por ejemplo el Concilio Vaticano II. El hecho de que no todos los cristianos
sean ejemplares no tiene por qué restar valor a la fe. Indica, simplemente, que
los hombres tienen debilidades, cometen errores y no cumplen todos sus buenos
propósitos.
Pienso,
además, que debemos ser muy prudentes a la hora de juzgar a los demás, sean o
no creyentes. Las miserias y los errores de los hombres se deben en buena parte
a que han recibido una formación deficiente, y por eso sus fallos han de ser
para nosotros un estímulo para procurar ayudarles, respetando su libertad. El
verdadero espíritu cristiano impulsa a acercarse con afecto a todos los
hombres, y eso aunque sean personas que lleven una vida muy equivocada, o
incluso criminal, porque en esos casos -escribe Josemaría Escrivá-, “aunque sus
errores sean culpables y su perseverancia en el mal sea consciente, hay en el
fondo de esas almas desgraciadas una ignorancia profunda, que solo Dios podrá
medir”. “Solo Dios sabe lo que sucede en el corazón del hombre, y Él no trata a
las almas en masa, sino una a una. A nadie corresponde juzgar en esta tierra
sobre la salvación o condenación eternas en un caso concreto”.
—Pero al ver tantas cosas que se hacen mal, uno
piensa que Dios tendría que haber hecho algo para que su mensaje fuera más
eficaz entre los hombres, o al menos entre los cristianos.
Dios ha
irrumpido en la historia de una forma mucho más suave y respetuosa con la
libertad del hombre de lo que a muchos les hubiera gustado. Pero así es su
respuesta a la libertad. Dios se ha ofrecido a guiarnos, pero sin obligarnos. A
los ojos de muchos parece que ha fracasado, y se preguntan por qué se muestra
tan débil. Pero Él no quiere imponerse sino que solicita nuestra libertad,
porque -como dice Henri J. M. Nouwen- su amor es demasiado grande para hacer
nada de eso. Dios no quiere forzar, obligar o empujar. Da libertad, sin la cual
el amor no puede surgir. AA
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