1. Ser
cristiano, es creer en la resurrección de Cristo. No somos cristianos por el hecho de creer en la cruz,
en el sufrimiento y en la muerte. Somos cristianos porque creemos en la
resurrección, en la liberación, en la vida y en la alegría.
En el fondo de nuestro corazón hemos de tener la seguridad de que toda
prueba se transforma en gracia, toda tristeza en alegría, toda muerte en
resurrección.
Si queremos, no habrá un solo instante de nuestra existencia que pueda
librarse de la alegría esplendorosa de Pascua. El verdadero cristiano es
incapaz de vivir al margen de la alegría. Por Cristo se ha visto introducido e
instalado en la alegría, entregado a la alegría. En su vida no puede ya existir
el fracaso; ni el pecado, ni el sufrimiento, ni la muerte son para él
obstáculos insuperables. Todo es materia prima de redención, de resurrección,
ya que en el centro mismo de su pecado, de sus sufrimientos y de su muerte le
espera Jesucristo vencedor. Por eso los mayores sufrimientos y las mejores
alegrías pueden coexistir, íntimamente unidos en el lecho de una misma vida.
2. Pero
sentimos tantas tentaciones de resistir. Aceptar creer en la alegría es casi aceptar a renunciar a nosotros
mismos, a nuestra experiencia, a nuestra desconfianza, a nuestras quejas. Y
nuestra alegría es la medida de nuestro apego a Dios, a la confianza, a la
esperanza, a la fe. Nuestra negativa a la dicha es nuestra negativa a Dios.
Dios ocupa en nuestras vidas el mismo lugar que la alegría.
3. Los
padres de la Iglesia decían que no hay más que un solo medio para curar la
tristeza: dejar de amarla. Creer en Dios
es creer que Él es capaz de hacernos felices, de darnos a conocer una vida que
deseamos prolongar por toda la eternidad. Porque, para muchos de nosotros, la
cuestión difícil no está en saber si tienen fe en la resurrección, sino en
saber si sienten ganas de resucitar, no en esta pequeña vida nuestra, egoísta,
dolorosa y ciega. Si esto hiciera, el prolongar indefinidamente esa vida, sería
más un castigo que una recompensa.
4. Por eso,
la fe en la resurrección no puede brotar más que de un amor verdadero. Cristo nos ha dado a conocer ese amor que no pasa:
“La fe y la esperanza pasarán, pero la caridad vive para siempre”. Nuestra fe, nuestra esperanza de
resucitar para nosotros y para los demás, depende estrechamente de nuestra
capacidad de resurrección, están a la medida de nuestra fuerza de amar.
5. Para que
podamos experimentar una vida de amor y de fe, tenemos que morir a nuestras
faltas, a nuestras tristezas y a nuestros resentimientos. No existe Pascua para nosotros, si no aceptamos morir
en esa zona de nuestra propia alma en la que estamos demasiado vivos: en
nuestras agitaciones, nuestros temores, nuestros interesases, nuestro egoísmo.
Y si no aceptamos resucitar en esa zona en la que estamos demasiado muertos:
resucitar a la paz, a la fe, a la esperanza, al amor y la alegría.
No existe
Pascua sin una buena confesión: un morir a nosotros mismos, a nuestros caprichos que son nuestros
pecados, para resucitar a la voluntad de Cristo, que es amor, esperanza,
renovación, cariño.
No existe
Pascua sin una comunión pascual: un salir de nuestras costumbres, de nuestro pan y nuestra vida, para
saborear otro pan, otra vida, un pan de la sinceridad, de entrega a los demás,
una vida de amor, de fe y de alegría.
Eso es la fiesta de Pascua: un cambio de vida, un pasar de esta vida
nuestra a otra admirable, maravillosa, que será nuestra vida para siempre, en
la casa del Padre celestial. NS
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