Muchas veces, cuando no entendemos alguna cosa, un poco
en plan de broma decimos que “es más oscuro que el misterio de la Santísima
Trinidad”. Y, sin embargo, nada es más cercano a nuestra vida cristiana que
este maravilloso dogma. Cuantas veces nos persignamos a lo largo del día,
invocamos el nombre bendito de la Trinidad. ¿Y qué otra cosa decimos, sino: “En
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”? Además, cada vez que
rezamos el Gloria, hacemos un acto de adoración y de glorificación a la Trinidad
Santísima: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. Pero, tal vez no
somos muy conscientes de este misterio. Sabemos que Dios es Uno y Trino a la
vez, pero no mucho más...
El verdadero amor, el amor más bello, más hermoso y
noble es el amor puro y casto, el amor que sabe olvidarse de sí mismo y
renunciar al propio egoísmo, al propio capricho y al placer desordenado para
pensar en el bien y en la felicidad auténtica de la persona amada.
Desafortunadamente la sociedad está muy secularizada
estamos bombardeados de hedonismo, de sexo y de erotismo... ¡Da una pena enorme
ver a tantos jóvenes, en la flor de la vida, ya con ideas erróneas sobre el
amor y con comportamientos a veces tan desviados! Por eso hay que proponerles a
los jóvenes estas ideas para tratar de sembrar así en su corazón valores nobles
y sentimientos generosos. Y como los jóvenes aman lo bello y lo grande,
responden a estos ideales de un modo positivo.
Pues la Santísima Trinidad es el misterio del amor de
Dios; del amor más puro y más hermoso del universo. Más aún, es la revelación
de un Dios que es el Amor en Persona, según la maravillosa definición que nos hizo
san Juan: “Dios es Amor” (1 Jn 4:8). Siempre que nos habla de Sí mismo, se
expresa con el lenguaje bello del amor humano. Todo el Antiguo y el Nuevo
Testamento son testigos de ello. Dios se compara al amor de un padre bueno y a
la ternura de la más dulce de las madres; al amor de un esposo tierno y fiel,
de un amigo o de un hermano. Y en el Evangelio, Jesús nos revela a un Padre
infinitamente cariñoso y misericordioso: ¡Con qué tonos tan estupendos nos
habló siempre de Él! El Buen Pastor que carga en sus hombros a la oveja
perdida; el Padre bueno que hace salir su sol sobre justos e injustos, que
viste de esplendor a las flores del campo y alimenta a los pajarillos del
cielo; el Rey que da a su hijo único y lo entrega a la muerte por salvar a su
pueblo; o esa maravillosa parábola del hijo pródigo, que nos revela más bien al
Padre de las misericordias, “al padre con corazón de madre” –como ha escrito un
autor contemporáneo–, con entrañas de ternura y delicadeza infinita.
Éste es el misterio del amor más bello, el misterio de
la Santísima Trinidad: las tres Personas divinas que viven en esa unión íntima
e infinita de amor; un amor que es comunión y que se difunde hacia nosotros
como donación de todo su Ser. Y porque nos ama, busca hacernos partícipes de su
misma vida divina: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará,
y vendremos a él y en él haremos nuestra morada” (Jn 14:23). Y también porque
nos ama, busca el bien supremo de nuestra alma: la salvación eterna. ¡Éste es
el núcleo del misterio trinitario!
Ojalá que todas las veces que nos persignemos y
digamos: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, lo hagamos
con más atención, nos acordemos de que Dios es Amor y de que nos ama
infinitamente; agradezcamos ese amor y vivamos llenos de confianza, de alegría
y de felicidad al sabernos sus hijos muy amados. Y, en consecuencia, tratemos
de dar a conocer también a los demás este amor de Dios a través de la caridad
hacia nuestros prójimos: “Todo el que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios,
porque Dios es Amor”. SC
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