La pregunta
sobre qué quiere Dios de mí es una pregunta personalísima, de respuesta también
personalísima. No hay recetas hechas. No hay fórmulas exactas para saber cuál
es la propia vocación. Dios no se repite. No hay un atlas donde, como sucede
con las estrellas, uno pueda buscar y reconocer la suya. Dios llama de modos
tan distintos como modos hay de enamorarse. Nos llama y nos habla de forma
singular. A algunos santos, Dios les sugirió oscuramente su vocación desde la
niñez: a Santa Catalina de Siena con una visión, a San Juan Bosco con un sueño.
Pero fueron la excepción y, además, ellos no descubrieron el significado de
aquello hasta bastante tiempo más tarde.
A veces, Dios
da su gracia de un modo llamativo, casi estruendoso, como hizo con San Pablo. También
fue excepcional la conversión de Paul Claudel, un literato francés que había
perdido la fe muy joven y a quien, la noche de Navidad de 1886, un taxi lo
dejó, por casualidad, a la puerta de Notre Dame, en París. Se quedó solo en la
gran explanada, frente a la catedral. Contempló la imponente fachada gótica con
el gran rosetón central, fulgurante y multicolor en la oscuridad. Se escuchaban
los cantos que celebraban la Nochebuena. Decidió entrar. El templo estaba
abarrotado. Se fue abriendo paso entre la multitud, hasta llegar junto a la
imagen de la Virgen.
Y fue
entonces, mientras escuchaba el “Magníficat”, cuando se produjo su conversión.
“Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada
del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Fue entonces cuando se produjo
el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante, mi corazón fue
tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi
ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre, que no dejaba lugar a
ninguna clase de duda; que después, todos los libros, todos los razonamientos,
todos los avatares de mi agitada vida no han podido sacudir mi fe ni, a decir
verdad, tocarla. De repente, tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia,
de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al
intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a
este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin
embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina
Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre
niño desesperado: ¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es
verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo!
¡Me ama! ¡Me llama! Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan
tierno del Adeste fideles aumentaba mi emoción”.
En su interior
se mezclaban sentimientos contrapuestos. La religión católica seguía
pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me
inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y el asco. Esta
resistencia mía duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa
valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los
medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una tras otra, las
armas que de nada me servían. Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta
agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: El combate
espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Dura noche! Los
jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe no saben lo que cuesta
reencontrarla, y a precio de qué torturas.
Había en el
interior de Paul Claudel un “hombre nuevo” que le empujaba a cambiar de vida.
Pero seguía también el “hombre viejo”, que resistía con todas sus fuerzas y no
quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. “¿Debo confesarlo? El
sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el miedo a la
opinión de los demás. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y
decírselo a mis padres…, manifestarme como uno de los tan ridiculizados
católicos…, todo eso me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba
incluso la violencia interior que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una
mano firme. (…) No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico.
(...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios fue la
Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo
regazo lo he aprendido todo!”.
Decidió
entregarse a Dios. Al principio, pensaba que la vida religiosa era lo suyo.
Pero, al poco de estar en un convento, le dijeron que probablemente aquel no
era su camino. Volvió a insistir en otro lugar, un tiempo más tarde, y
volvieron a decirle lo mismo. Le aconsejaron que pensara si quizá Dios no lo
quería como fraile, sino en el ejercicio de la diplomacia y en el cultivo de la
literatura. Entendió entonces que aquella era la voz de Dios, que le llegaba
por encima de sus deseos e impresiones iniciales. Y fue un gran diplomático y
una de las glorias literarias de Francia. Sirvió eficacísimamente a la Iglesia
con su trabajo y con su pluma. Con el tiempo, comprendió que sus primeras
decisiones fueron solo recodos de un camino que le llevaba derechamente hacia
la voluntad de Dios.
Esta suele ser
la situación en la que se encuentra el alma antes de decidirse. No ve con
nitidez, no escucha con claridad. Solo se tiene una inquietud, una intuición.
Es quizá una llamada aún poco perceptible, pero muchas veces no por eso menos
real. ¿Dónde me quiere Dios? ¿Para qué? Hay que aguzar el oído, rezar, insistir
al Espíritu Santo que nos dé luz, pedir consejo.
—Pero quizá es mejor decidir por uno mismo estas
cosas tan personales, sin dejarse influir por consejos de nadie.
Las decisiones
personales importantes han de tomarse de modo personal, por supuesto, pero no
deja de ser una muestra de inteligencia y hasta de sensatez saber escuchar los
consejos de aquellos a quienes podemos considerar dignos de nuestra confianza.
A veces, desde fuera se ven las cosas con más objetividad. Y no porque desde
fuera se vea mejor la vocación, sino porque quizá pueden ayudarnos mejor a
reflexionar sobre cómo son nuestras disposiciones o nuestras actitudes. También
pueden decirnos si, por su experiencia, les parece que tenemos o no las
condiciones necesarias para seguir un determinado camino en una determinada
institución de la Iglesia.
La clave es a
quién se pide ese consejo y cómo se recibe. Hay que buscarlo en personas que
posean la ecuanimidad y la rectitud necesarias para una cuestión tan
importante. Y hay que recibirlo sin dejarse influir por quienes nos empujan a
seguir con precipitación un entusiasmo pasajero, pero tampoco por quienes nos
invitan a guiarnos por el egoísmo o a dejar siempre las cosas para más
adelante.
—¿Y qué puede hacer el que no cuenta con personas
de confianza? ¿No se bastará a sí mismo?
Pienso, como
Alejandro Llano, que, cuando el aprendiz está maduro, encuentra siempre a su maestro.
Puede costar más o menos, pero al final siempre se encuentra. Debemos pedir
consejo a personas que tengan la necesaria rectitud y consideración hacia lo
sagrado de la conciencia. A personas que entiendan que la labor de consejo y de
orientación espiritual es una tarea encaminada a situar a cada uno frente a su
propia responsabilidad delante de Dios, una ayuda que nunca supone menoscabo de
la autonomía individual.
Toda ayuda
espiritual, igual que toda acción de apostolado o de proselitismo, es siempre
dar luz a las personas para que, cada una, día a día, vaya descubriendo su
camino y lo siga. Quien da consejo sobre la vocación debe tenerlo presente; y
quien lo recibe, debe comprender que, lógicamente, no basta con el consejo para
resolver nuestro discernimiento, pues el discernimiento de la vocación es
siempre personal.
El consejo
espiritual ha estado presente en la historia personal de los santos a lo largo
de la historia de la Iglesia. Así sucedió, por ejemplo, a Santa Juana Francisca
de Chantal. En el año 1601 falleció su marido, el Barón de Chantal, y quedó
viuda con veintinueve años y cuatro hijos. Juana Francisca pedía a Dios que
pusiera en su camino un director espiritual verdaderamente santo, capaz de
ayudarla a encontrar su vocación en aquellas nuevas circunstancias. En 1604
conoció a San Francisco de Sales y enseguida comprendió que era la persona que
ella buscaba. Juana Francisca se dedicó a educar a sus hijos, a administrar los
muchos bienes que le había dejado su marido y a hacer numerosas obras de
caridad con los pobres y enfermos que ella visitaba o que acudían a verla al
Castillo de Monthelon, donde vivía. Pasados los años, cuando sus hijos
estuvieron ya preparados para valerse por sí mismos, decidió hacerse religiosa,
y San Francisco de Sales vio en ella la persona ideal para comenzar la
fundación de una nueva comunidad de religiosas que visitaran a los pobres, de
ahí su nombre de Hermanas de la Visitación de la Santísima Virgen. Era una
mujer con grandes dotes de gobierno, que caminaba de ciudad en ciudad
organizando nuevas comunidades por todas las provincias de Francia. En 1622
falleció San Francisco de Sales y quedó ella sola al frente de la numerosa
comunidad recién fundada. Buscó entonces la ayuda de San Vicente de Paúl, que
sería en lo sucesivo su director espiritual. Cuando falleció Juana Francisca,
en 1641, había ya ochenta y tres conventos de la Visitación en varios países de
Europa. Ella siempre estuvo muy agradecida a la ayuda y el consejo que recibió
de esas dos personas tan santas, que supieron orientarla con sabiduría y fueron
decisivas para conocer su propia vocación y para seguirla con fidelidad. AA
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