La vocación
suele presentarse al principio como una serie de pequeñas inquietudes, de
conmociones interiores. Quieres hacer algo grande en tu vida. Sientes que Dios
espera algo más de ti. Te preocupa el dolor de los hombres. Te gusta la vida
que ahora llevas, pero sientes que falta algo. Son signos que parecen el oleaje
de un mar interior, como susurros lejanos de una llamada más clara, que llegará
a su hora.
—¿A qué hora?
A la mejor
hora, a la que Dios haya pensado. Son atisbos de amor que preparan el alma
hacia la generosidad de la entrega. Esas inquietudes quizá son indicios de la
vocación, señales que sirven para alertar el corazón y urgirle a luchar, a
rezar, a esperar con el oído atento a lo que Dios quiera decirnos. Cada uno
debe asegurarse de que actúa con diligencia, que no se duerme mientras Dios
habla, que no hace oídos sordos a sus llamadas.
—¿Y puede que esos indicios sean un poco
cambiantes, que “vayan y vengan”?
Cuenta Santa
Teresa cómo en su alma adolescente le venían “estos buenos pensamientos de ser
monja”, pero “luego se quitaban, y no podía persuadirme a serlo”. Es un
fenómeno natural. Quizá hemos oído hablar ya muchas veces sobre la entrega a
Dios y nunca hemos visto claro que sea nuestro camino, pero tampoco lo hemos
descartado. Se trata de algo habitual en la mayoría de las decisiones de cierta
relevancia en cualquier persona. ¿Debo orientar en este sentido mi vida
profesional? ¿Será esta la persona con quien debo casarme? ¿No debería cortar
con esta mala costumbre que se ha introducido en mi vida?
Es frecuente
que la voz de Dios tarde en esclarecerse, que no se escuche al principio con
nitidez, quizá porque precisamos de una mejora en nuestra sensibilidad
interior, y eso a veces lleva su tiempo. Debemos hablarlo con Dios en la
oración, y mejorar nuestras condiciones personales para que esa semilla pueda
germinar, quizá intensificando nuestra vida sacramental. Y quizá también pedir
consejo a quien realmente nos ayude a exigirnos y nos oriente para descubrir la
voluntad de Dios, y no a quien siempre nos dice que no nos compliquemos la
vida.
—Pero hay que escuchar los consejos de unos y de
otros, no solo los que nos animan en un sentido.
Es bueno
escuchar a todos, y debemos tener la madurez necesaria para escuchar opiniones
a favor o en contra. Pero el acierto en una decisión no proviene de la media
aritmética de las opiniones de los que están a favor o en contra. Por eso, hay
que estar en guardia, tanto contra el entusiasmo precipitado o ingenuo, como
contra el sutil engaño de ampararnos en lo que justifica las decisiones cómodas
y egoístas.
—Quizá es mejor entonces no consultar con nadie y
decidir por uno mismo.
Es una opción
respetable. Pero las personas con cierto nivel de responsabilidad en la vida
profesional, o social, o política, suelen buscar el consejo de personas
experimentadas. Para llegar a buen puerto es buena cosa contar con un buen
guía, tanto si es puerto de montaña, o de mar, o de la vida espiritual. A
veces, ante la perplejidad de la duda, nos refugiamos en el aturdimiento de la
frivolidad, de los días vacíos o del vértigo del atolondramiento. Y quizá
entonces, aunque casi inconscientemente, eludimos las conversaciones o las
lecturas que nos hacen afrontar esas inquietudes.
No es un
fenómeno nuevo ni extraño. Así ha sucedido a los santos. San Juan Bosco quería
ser franciscano, pero en el fondo lo que le movía a pensarlo era el temor a no
perseverar en otro lugar. Y escuchó, durante uno de sus sueños: “Otra mies te
prepara Dios”. Se lo contó a su confesor, que le dijo que en esos temas él no
entraba. Bosco quedó sumido en la perplejidad. Pero Dios no abandona nunca a
los que le buscan con sincero corazón, y un herrero amigo suyo le sugirió
consultarlo con don Cafasso, un sacerdote conocido por su buen juicio y su
sentido sobrenatural. Don Cafasso le dio un consejo decisivo para su vida, pues
le animó a seguir con sus estudios en el seminario y a esperar una luz del
Cielo que no le habría de faltar, como no le faltó. Y fue un gran santo,
fundador de una de las órdenes religiosas que mayores servicios ha prestado a
la Iglesia.
—Pero es importante asegurar que el consejo que
pedimos sobre la vocación no resulte ser un consejo interesado.
Por supuesto.
Es muy grande la responsabilidad de los que aconsejan a las personas que se plantean
la posibilidad de entregarse a Dios. Quienes aconsejan sobre estos temas deben
cuidar mucho su rectitud, para no confundir sus propios deseos con los del
Espíritu Santo.
—¿Y crees entonces que una persona puede aconsejar
con rectitud sobre la vocación a su propia institución?
Pienso que sí.
Si esa persona es sensata, no querrá orientar hacia su camino a alguien
equivocadamente, pues ese deseo no recto haría daño al interesado, a sí mismo y
a la institución a la que teóricamente favorece.
Los grandes
fundadores han solido recomendar mucha prudencia a la hora de aconsejar sobre
la vocación. Por ejemplo, San José de Calasanz decía: “No temáis abrir cien
puertas en lugar de una para que salgan todos y cerrar noventa y nueve y media
para permitir la entrada a los que se presenten”. Y el propio San Pablo, en su
primera carta a Timoteo, recalca la importancia del discernimiento: “No te
precipites en imponer a nadie las manos, no te hagas partícipe de los pecados ajenos”.
Me parece que
no hace falta mucha perspicacia para advertir si una persona nos aconseja con
rectitud o no. Y estar siguiendo un camino no invalida para aconsejar sobre él,
sino que quizá es al revés, como lo demuestra el hecho de que la mayoría de las
vocaciones fieles y felices han nacido del consejo de alguien que ha servido de
referencia para seguir ese mismo camino. Igual sucede, por ejemplo, con la
vocación profesional, donde es muy normal que el testimonio de la vida de una
persona sirva para despertar ese mismo deseo en otra y para ayudar a discernir
si se trata o no de su camino. No puede olvidarse que Dios, para dar a conocer
su voluntad, se sirve ordinariamente de las personas que tenemos a nuestro
alrededor.
Como es
lógico, lo que nadie puede atribuirse es ningún tipo de exclusiva, o de
infalibilidad, o de iluminaciones especiales sobre el discernimiento de la
vocación de los demás. Como decía Benedicto XVI en un encuentro con sacerdotes:
“No pretendo ser aquí ahora como un ‘oráculo’ que responda de modo
satisfactorio a todas las cuestiones. San Gregorio Magno dice que cada uno debe
conocer sus limitaciones, y esas palabras valen también para el Papa. O sea,
que también el Papa, día tras día, debe conocer y reconocer sus límites. Debe
reconocer que solo colaborando todos, en el diálogo, en la cooperación común,
en la fe, como cooperadores de la Verdad, de la Verdad que es Jesucristo,
podemos cumplir juntos nuestro servicio, cada uno en la parte que le
corresponde. En este sentido, mis respuestas no serán exhaustivas, sino
fragmentarias”.
Cuando alguien
aconseja sobre la vocación de otro, no debe seguir sus propias opiniones ni sus
propios deseos, sino que, por encima de todo, debe ayudar a averiguar el deseo
de Dios. Así lo explicaba también Benedicto XVI en la homilía de inicio de su
pontificado, aludiendo a que no tenía programa propio de gobierno, y a que su papel
no era imponer sus ideas: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi
voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia,
a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por
Él”.
Nadie puede
asegurar o negar con rotundidad sobre el discernimiento de una determinada
vocación en otra persona. Pero sí puede ayudar en ese discernimiento. Puede
realizar una labor de acompañamiento espiritual que arroje luz en esa tarea
personal de encontrar el camino que marca Dios. Porque Dios tiene pensado algo
para cada uno, y tiene pensado también un modo de hacérnoslo saber, y da igual
el modo por el que Dios siembre en nuestra alma esa inquietud. AA
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