No hace mucho tiempo escuché en la predicación de unos ejercicios
espirituales una frase que por su sencillez, dramatismo y realismo ejemplifica
muy bien las consecuencias del pecado en nuestro corazón. “Hacer
el mal produce placer. El placer pasa, el pecado queda. Hacer el bien produce
dolor. El dolor pasa, el bien queda”.
Al pecar, nuestro corazón queda infectado. No solamente comete la falta,
sino que queda herido en su naturaleza. Son huellas que quedan y que de alguna
manera, le restan fuerza, claridad y vigor en la lucha constante por hacer
siempre el bien, por conseguir la virtud que nos hemos propuesto alcanzar.
Querámoslo o no, el pecado va debilitando la fuerza de voluntad. Imagínate tu
corazón como esa bomba de amor que constantemente está haciendo llegar una
savia pura y fresca a todas las acciones de tu obrar cotidiano, que te impele a
estar siempre obrando el bien con el fin único de alcanzar la santidad, el
parecerte a Jesucristo. Los pecados son basuras que se van incrustando en la
bomba y que no permiten que circule libremente la savia vivificadora. No es que
el corazón se estropee. Es que al corazón se le van adhiriendo basuras, vicios,
comportamientos que impiden que en todas las acciones que debe realizar brille
la virtud que debes conquistar. Al paso del tiempo podemos muy bien
preguntarnos: “... y bien, ¿por qué no soy lo que debo ser? ¿Por
qué estoy retrocediendo en lugar de avanzar?”
Cuentan que Leonardo Da Vinci, buscaba modelos para su obra “La
última cena”. Fácilmente encontró a Jesús: un joven florentino en
la primavera de la vida: fuerte, alto, con la mirada fresca, envolvente y
cautivadora. Limpia. Fue fácil invitarlo a posar. Pasó el tiempo y entre las
distintas actividades del gran maestro el cuadro no quedaba terminado. Serían
diez años desde que había comenzado el cuadro y para dar por terminada la obra
faltaba otro de los personajes principales de la escena: Judas, el discípulo
que traicionó a Jesús. No era cosa de otro mundo buscar una persona que pudiera
servir de modelo, si bien a nadie le agradaba tal empresa, por las heridas que
en la susceptibilidad personal pudieran causarse: eso de quedar inmortalizado
en la historia como un traidor no era del todo halagador para nadie. Así las
cosas, Leonardo buscó entre las peores tabernas a los posibles personajes que
pudieran desempeñar el triste papel de Judas Iscariote. Buscando, buscando, lo
encontró: un hombre, no muy grande, de unos treinta años pero con una mirada
triste, perdida, el ceño fruncido y las espaldas ya algo cargadas por el paso
del tiempo. Con todo respeto lo invitó a la osada empresa y el sujeto aceptó.
Habría sido en las primeras sesiones cuando nuestro modelo, sin notarlo,
comenzó a llorar. Leonardo, tratando de congraciarse con él y admirando su exquisita
sensibilidad le dijo:
-Pero hombre. No llores, no es para tanto. Tú no eres un traidor, tan
sólo me estás ayudando en esta empresa. Es cierto que te ha tocado jugar un
papel muy poco halagador, pero por favor, no lo tomes así.
A lo que el hombre respondió:
-No lloro por lo que tú me estás diciendo. Lloro por mí mismo. ¿Es que
no me reconoces? Cuánto habré cambiado que al cabo de diez años tú mismo me
pediste que posara como Jesucristo y ahora me invitas a ser Judas Iscariote...
El corazón también ha sido comparado por un gran maestro espiritual del
siglo XX como una papa. Comparación poco elegante, ciertamente, pero muy
efectiva. Una papa si se la deja en cualquier parte, es capaz de echar raíces
ahí en donde se le coloca. Puede ser en la bodega, en la alacena de una casa,
en lo oscuro de un diván. Echa raíces. De la misma manera, nuestro corazón se
habitúa a actuar de cualquier forma. Si no estamos atentos irá adquiriendo
tendencias malas de aquí y allá y al final nosotros mismos acabaremos por
reconocerlo.
Es por ello que debemos hacer de vez en cuando una purificación de
nuestro corazón, una limpieza profunda para quitar esas manchas, esos virus que
puedan haberse incrustado en el camino diario.
¿Signos con los que podemos detectar que ya necesitamos una purificación
de nuestro corazón? Hay varios.
Primero: nos dejamos de doler por nuestras faltas, especialmente
aquellas faltas que cometemos por culpa de nuestro defecto dominante. Ya no le
damos la importancia necesaria como la solíamos dar al inicio de nuestro
programa de reforma de vida. Nos hemos ido acostumbrando poco a poco a esas
fallas. Nuestro corazón “ha aprendido a convivir” con esas
fallas. Como los virus que ya no son detectados por los anticuerpos. Nuestro
cuerpo se ha habituado de tal manera a convivir con ellos que ya no detecta su
presencia. En la vida espiritual puede pasarnos algo semejante. No es que no le
demos importancia a las fallas, pero ya no nos duelen tanto, no nos movemos
tanto hacia una conversión fuerte, eficaz, ya no nos causa tanto dolor el haber
cometido esas faltas. El pecado ha “obnubilado” la forma de ver las cosas.
Lo que antes nos causaba gran dolor, ahora simplemente nos causa fastidio o
flojera y podemos tener expresiones como las de “se ve que yo soy así y
me va a ser muy difícil cambiar”. “Lo he intentado todo...” “Total: no es tan
malo...” Si una alarma contra incendios no funciona bien, el día
menos pensado que necesitemos de sus servicios nos fallará y entonces
lamentaremos las consecuencias de no haberle dado un servicio de mantenimiento
con la frecuencia con la que se lo habríamos de haber dado.
Otro de los signos con los cuales podemos detectar que las cosas no
marchan ya muy bien en nuestro corazón es el hacernos esclavos de las
circunstancias. Tengo mi programa de reforma de vida, pero yo mismo hago mis
espacios mentales para no cumplirlo, porque las circunstancias indican otra
cosa o son desfavorables, según nuestro propio y peculiar juicio. “Una
vez al año, no hace daño”. “Ahora estoy con mis amigos”. “En estos momentos me
siento tan cansado”. “Era muy difícil no haber caído: la tentación se me
presentó en forma tan inesperada...” Y justificaciones similares.
Las circunstancias son las que cada día se van enseñoreando más de nuestro
corazón hasta dominarlo. Nos convertimos en hombre y mujeres de circunstancias,
porque nos fuimos habituando a dejar que ellas fueran dictándonos los comportamientos
de nuestro obrar. Y nuestro corazón, si bien seguía bombeando, la savia ya no
pasaba porque había sido taponada por las circunstancias.
Confundimos la ilusión con la realidad. Creemos que ciertas cosas pueden
hacernos bien y no nos damos cuenta del mal que nos provocan. Hemos trastocado
los términos de todo. Lo bueno ya no lo vemos tan bueno y lo malo, por
consecuencia, ya no lo vemos tan malo.
Un último signo es la justificación para no obrar el bien con la fuerza
y la constancia con la que deberíamos hacerlo. Encontramos una respuesta fácil
y cómoda para explicar nuestra falta de virtud. No nos preocupamos por alcanzar
las cumbres de la santidad. Nos justificamos con que no somos malas personas y
así, vamos tirando en la vida.
Cuando alguno de estos signos se presenta, señal es que nuestro corazón
comienza a atrofiarse, a ensuciarse. Es tiempo de una buena purificación, de
una buena limpieza interior. Y esta limpieza debe ser profunda, debe ir a las
raíces de las faltas. No quedarnos en la superficialidad, sino ir al fondo.
¿Cómo lograr esta purificación? La Iglesia católica nos recomienda la confesión
de nuestros pecados. Pero debe ser una confesión profunda íntima, llena de fe.
Una confesión que mire más las actitudes por las que hemos cometido las faltas,
que las faltas en cuanto tal.
Sabemos que la gracia actúa en el alma, porque la gracia es eficaz,
actúa por sí misma. Pero las buenas disposiciones del alma, ayudan a que la
gracia actúe con mayor profundidad, porque el individuo se presta para ello:
prepara los lugares en donde la gracia puede actuar. Puedes confesarte con
mucho sentido de arrepentimiento, con mucho dolor de los pecados, pero si no
hay las disposiciones, los medios para cambiar, será difícil que la gracia
actúe. Borrará los pecados, de eso no nos cabe la menor duda, pero que actúe en
tu corazón, que lo disponga a actuar siempre para el bien, que lo fortalezca,
que lo vigorice, eso dependerá de tus buenas disposiciones.
¿Cómo disponernos a una buena purificación de nuestro corazón para que
actúe la gracia? ¿Cómo disponernos para que cada confesión sea un verdadero
encuentro con Cristo que fortalezca nuestro corazón y lo lance a obrar siempre
y de mejor manera el bien para vencer nuestro defecto dominante y alcanzar la
virtud que queremos conquistar? GSG
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