Palestina, siglo I. Doce galileos acompañan a Jesús, un nazareno. Para
ellos es un profeta. Hace milagros, predica con fuego, acaricia a los niños,
limpia la conciencia del pecado.
Pasan los meses. Los fariseos rechazan a Jesús, lo persiguen y acosan
con denuedo.
Jesús va a Jerusalén. Después de una cena íntima, densa, llena de
misterios, el Maestro va a rezar al Huerto de los Olivos. Es arrestado,
condenado a muerte, crucificado. Uno de sus seguidores le ha traicionado. Los
otros escapan, huyen lejos.
Han pasado poco más de 50 días desde aquellos momentos dramáticos. Jesús
ha resucitado, se ha aparecido a las mujeres, a Simón Pedro, a otros
discípulos. Luego se elevó por encima de los cielos. En una casa de Jerusalén,
de repente, se oye un ruido intenso y baja el fuego. Llega el Espíritu Santo.
Los apóstoles, unidos a María, llenos de valor y de confianza, empiezan a
difundir el mensaje cristiano. Ha nacido la Iglesia.
Planeta tierra, primeros años del siglo XXI. Las estadísticas nos hablan
de una Iglesia grande, numerosa, presente en todas partes. Nos dicen que hay
más de 1000 millones de católicos. Entre ellos, encontramos hombres y mujeres
muy distintos: apasionados como san Pedro, fieles y entusiastas como san Juan,
traidores como Judas...
¿Qué sabemos de la Iglesia? Podemos informarnos a partir de lo que nos
dicen los medios de comunicación. Algunos presentan una Iglesia en decadencia,
una institución que está “en peligro de extinción”.
Otros dejan hablar a los que critican a la Iglesia o al Papa, a los que
querrían una Iglesia a su medida, a los que desearían que las mujeres católicas
abortasen libremente... Otros sacan a la luz escándalos sin fin, como si la
Iglesia fuese la sociedad más corrompida del planeta.
Otros, de un modo casi obsesivo, señalan con el dedo algunas páginas de
su historia, no siempre estudiadas con justicia, para acusarla de enemiga de la
humanidad, de la ciencia y del progreso: nos hablan de la Iglesia de la
Inquisición, de la Iglesia que condenó a Galileo y que quemó a los herejes, de
la Iglesia que organizó cruzadas y que discriminó a las mujeres...
Si nos quedamos con estos datos, parecería que la Iglesia es una
institución que debería desaparecer pronto... ¿Es así la Iglesia? Preguntemos a
los de dentro, a los que la sirven, al próximo Papa, a los obispos, a los
sacerdotes, a los religiosos, a los millones de bautizados de los cinco
continentes.
¿Qué es la Iglesia? Ellos nos dirán que es la continuación en la Tierra
de la acción salvadora de Cristo; que es el único camino para llegar, con
certeza y sin errores, a Dios Padre; que es una Madre y Maestra que enseña, con
los sacramentos, con la oración, con la vida cristiana, a vivir en plenitud
cerca de Dios; a amar, de corazón, al prójimo, incluso al enemigo.
Preguntemos a la historia: ¿qué es la Iglesia? Nació débil, pobre, en un
rincón del imperio romano. Pocos se dieron cuenta de su riqueza, de sus
energías, de su entusiasmo. En los primeros años, algunos poderosos quisieron
aplastarla con la fuerza. Cientos, miles de mártires morían con una sonrisa,
con un canto, con una esperanza.
Pronto empezaron las herejías, el engaño que divide y que separa a los
creyentes. No fueron pocos los que se alejaron, los que rompieron la unidad.
Los siglos siguieron adelante, y la Iglesia, cada vez más libre, pudo reunirse
en concilios para aclarar dudas, establecer criterios, promover el gran regalo
del Evangelio.
El resto de la historia es un sucederse de aventuras. Amor que lleva a
la santidad de los mártires, al servicio heroico de quienes ayudan al enfermo,
a la generosidad de los que sostienen a los pobres, las viudas y los huérfanos.
Odio que, fuera de ella, ha regado casi todos los rincones de la tierra con
millones de mártires. Traición que, dentro de ella, ha apartado a muchos de la
unidad en la fe, de la vida de amor, de la fidelidad al Papa y a los obispos.
Es una historia apasionante y dramática. Aun así, el estudio de los
acontecimientos y protagonistas principales no nos dice todo lo que es este
gran árbol que nació, humilde, en un rincón de Tierra Santa.
Si olvidamos la semilla no comprenderemos nada. Si dejamos a un lado a
Cristo, al Padre, al Espíritu Santo, la Iglesia se nos hará similar a otros
grandes movimientos culturales o religiosos que han tenido o tienen todavía su
importancia en la historia del planeta. Intuimos que, en Ella, hay mucho más.
Pero sólo lo descubriremos sí, con un corazón sencillo, como la Virgen María,
como Pedro o Juan, nos acercamos de nuevo a Jesús y le preguntamos: Tú, ¿quién
eres? La respuesta nos dirá lo que es la Iglesia. Nos llevará a amarla con
sencillez, con alegría, como un regalo magnífico que nos viene del cielo, y que
nos permite caminar, seguros, de su mano, hacia la casa paterna. FP
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