Sabes muy bien cómo los ateísmos modernos rechazan a un Dios que nos
impediría existir como hombres libres. A este propósito, Merleau-Ponty
escribía: “La conciencia muere al contacto con el absoluto”. Y en cierto
sentido tienen razón; si Dios fuese verdaderamente el otro, te encontrarías con
la absoluta necesidad de emprender una lucha terrible para tu liberación. Pero
Dios no pertenece más a la categoría “del otro” que a la categoría “del mismo”.
Para Dios, crearte no significa colocarte en el ser de una manera
impersonal, no es para ti un “otro”. Del mismo modo tú no puedes concebir tu
relación con Dios en un trato de identidad, no eres el “mismo” que Dios. Decir
que tú has sido creado por él, es afirmar al mismo tiempo que Dios no es “tú”,
pero que no es, tampoco, un “otro”.
Esta aparente contradicción escapa a tu expresión conceptual pero puedes
percibirla en tu conciencia religiosa. Por eso debes experimentar en tu oración
el lazo creador que te une a Dios. En la fuente de toda oración, se da esta
toma de conciencia de la mirada de amor de Dios que te crea sin cesar. Por no
empezar por esta “realidad” es por lo que muchísimas oraciones se desvanecen.
Es este lazo creador el que fundamenta toda tu vida espiritual y tu oración;
por eso al comienzo de un retiro, después de haber contemplado al Único,
necesitas contemplar la presencia creadora de Dios. El salmo 139 desgranado
lentamente puede situarte así delante de Dios, que no cesa hoy de crearte y
recrearte.
Toma conciencia de tu existencia, de tu cuerpo y de tu espíritu, es Dios
el que te hace ser y pensar. No te crea como a las cosas y a los seres
inanimados por un querer impersonal. Dios no crea así a la persona, pues sería
un acto desprovisto de sentido y los ateos tendrían razón en rechazar a un Dios
que limitaría su libertad. Te crea por un acto que anticipa y fundamenta tu
dignidad, es decir por una llamada. Las cosas nacen por orden de Dios, tú naces
de su llamada. Dios no es pues otro sujeto situado en el mismo plano que tú,
sino que es la verdadera fuente de tu ser, más cercano y más intimo a ti, que
tú mismo.
“Dios ve, es decir que vuelve su rostro hacia el hombre, y por eso
mismo, da al hombre su propio rostro. Soy yo mismo porque él me ve. El alma
vive de la mirada de amor que Dios envía sobre ella. Se da en esto una
profundidad infinita, un bienaventurado misterio. Dios es el que ve con amor;
por su mirada las cosas son lo que son; por su mirada, soy yo mismo”.
Esta presencia creadora de Dios que te rodea es pues una presencia
universal de amor (Sal 139, 13-22). Al crearte, Dios te llama y está delante de
ti como un “tú”. Si existes es porque eres una obra del amor de Dios.
Orar, es sencillamente hacer consciente este diálogo existencial entre
Dios y tú y entre Dios y todos los hombres. En lo más profundo, tu ser tiene una
estructura dialogal. Decir “tú” a Dios en la oración, es reconocer que es la
fuente de tu persona libre. Vuelve a leer los versículos 19 a 22 del salmo 139
y comprenderás que el impío es aquél que no quiere dejarse crear y hacer por
esta presencia. Eres impío cuando pretendes realizarte fuera de Dios o cuando
rehúsas recibirte de Dios o responder a su llamada creadora. No es que por ello
seas menos libre pero entras en contradicción con tu propio ser, y si este
rechazo se eternizase, sería la condenación.
Dios te hace libre para mendigar tu consentimiento a su amor creador.
Orar, es aceptar y desear ser conocido por Dios.
No imites a Adán en el jardín del Edén que se oculta para escapar de la
mirada creadora de Dios. Acepta el nombre propio que él te da al dirigirte su
llamada. En la oración, siente la felicidad de ser la obra de la mirada de
Dios, incorpórate en lo interior de este influjo creador y ofrece a Dios todo
lo que tienes y todo lo que eres en un movimiento de alabanza y de acción de
gracias. JL
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