Texto del Evangelio (Mc 10,46-52): En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus
discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo
ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de
Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!».
Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de
David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al
ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio
un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres
que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu
fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.
«‘¿Qué quieres que te haga?’. El
ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’»
Comentario: + Rev. D. Pere CAMPANYÀ i
Ribó (Barcelona, España)
Hoy, contemplamos a un
hombre que, en su desgracia, encuentra la verdadera felicidad gracias a
Jesucristo. Se trata de una persona con dos carencias: la falta de visión
corporal y la imposibilidad de trabajar para ganarse la vida, lo cual le obliga
a mendigar. Necesita ayuda y se sitúa junto al camino, a la salida de Jericó,
por donde pasan muchos viandantes.
Por suerte para él, en
aquella ocasión es Jesús quien pasa, acompañado de sus discípulos y otras
personas. Sin duda, el ciego ha oído hablar de Jesús; le habrían comentado que
hacía prodigios y, al saber que pasa cerca, empieza a gritar: «¡Hijo de David,
ten compasión de mí!» (Mc 10,47). Para los acompañantes del Maestro resultan
molestos los gritos del ciego, no piensan en la triste situación de aquel
hombre, son egoístas. Pero Jesús sí quiere responder al mendigo y hace que lo
llamen. Inmediatamente, el ciego se halla ante el Hijo de David y empieza el
diálogo con una pregunta y una respuesta: «Jesús, dirigiéndose a él, le dijo:
‘¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’» (Mc
10,51). Y Jesús le concede doble visión: la física y la más importante, la fe
que es la visión interior de Dios. Dice san Clemente de Alejandría: «Pongamos
fin al olvido de la verdad; despojémonos de la ignorancia y de la oscuridad
que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y contemplemos al que es realmente
Dios».
Frecuentemente nos
quejamos y decimos: —No sé rezar. Tomemos ejemplo entonces del ciego del
Evangelio: Insiste en llamar a Jesús, y con tres palabras le dice cuanto
necesita. ¿Nos falta fe? Digámosle: —Señor, aumenta mi fe. ¿Tenemos familiares
o amigos que han dejado de practicar? Oremos entonces así: —Señor Jesús, haz
que vean. ¿Es tan importante la fe? Si la comparamos con la visión física, ¿qué
diremos? Es triste la situación del ciego, pero mucho más lo es la del no
creyente. Digámosles: —El Maestro te llama, preséntale tu necesidad y Jesús te
responderá generosamente.
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