Todos vamos
cometiendo a lo largo de la vida errores y desaciertos. Calculamos mal las
cosas. No medimos bien las consecuencias de nuestros actos. Nos dejamos llevar
por el apasionamiento o la insensatez. Somos así. Sin embargo, no son esos los
errores más graves. Lo peor es tener planteada la vida de manera errónea.
Pongamos un ejemplo.
Todos sabemos
que la vida es un regalo. No soy yo quien he decidido nacer. No me he escogido
a mí mismo. No he elegido a mis padres ni mi pueblo. Todo me ha sido dado.
Vivir es ya, desde su origen, recibir. La única manera de vivir sensatamente es
acoger de manera responsable lo que se me da.
Sin embargo,
no siempre pensamos así. Nos creemos que la vida es algo que se nos debe. Nos
sentimos propietarios de nosotros mismos. Pensamos que la manera más acertada
de vivir es organizarlo todo en función de nosotros mismos. Yo soy lo único
importante. ¿Qué importan los demás?
Algunos no
saben vivir sino exigiendo. Exigen y exigen siempre más. Tienen la impresión de
no recibir nunca lo que se les debe. Son como niños insaciables, que nunca
están contentos con lo que tienen. No hacen sino pedir, reivindicar,
lamentarse. Sin apenas darse cuenta se convierten poco a poco en el centro de
todo. Ellos son la fuente y la norma. Todo lo han de subordinar a su ego. Todo
ha de quedar instrumentalizado para su provecho.
La vida de la
persona se cierra entonces sobre sí misma. Ya no se acoge el regalo de cada
día. Desaparece el reconocimiento y la gratitud. No es posible vivir con el
corazón dilatado. Se sigue hablando de amor, pero «amar» significa ahora
poseer, desear al otro, ponerlo a mi servicio.
Esta manera de
enfocar la vida conduce a vivir cerrados a Dios. La persona se incapacita para
acoger. No cree en la gracia, no se abre a nada nuevo, no escucha ninguna voz,
no sospecha en su vida presencia alguna. Es el individuo quien lo llena todo.
Por eso es tan grave la advertencia del evangelio de Juan: «La Palabra era luz
verdadera que alumbra a todo hombre. Vino al mundo... y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron». Nuestro gran pecado es vivir sin
acoger la luz. JAP
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