«Dios permite nuestras pequeñas infidelidades,
a fin de convencernos más íntimamente de nuestra debilidad, y para hacer morir
poco a poco en nosotros esta desdichada estima de nosotros mismos, que
nos impediría adquirir la verdadera humildad de corazón. Ya lo sabemos; nada
hay más agradable a Dios que este absoluto desprecio de sí, acompañado de una
entera confianza puesta solamente en El.
Grande
es, pues, la gracia que este Dios de bondad nos hace cuando nos constriñe a
beber, las más de las veces a pesar de nuestra repugnancia, este cáliz temido
por nuestro amor propio y nuestra naturaleza caída. De no hacerlo así, jamás
curaríamos de una presunción secreta y de una orgullosa confianza en nosotros
mismos. Nunca llegaremos a
comprender, cual conviene, que todo el mal viene de nosotros, y todo bien sólo
de Dios; y para hacernos habitual este doble sentimiento, se precisa un
millón de experiencias personales, y tanto más, cuanto que estos vicios ocultos
en nuestra alma son mayores y más arraigados.
Son,
pues, para nosotros muy saludables estas caídas, en cuanto que sirven para
conservarnos siempre pequeños y humillados delante de Dios, siempre
desconfiados de nosotros mismos, siempre anonadados a nuestros propios ojos.
Nada más fácil, en efecto, que servirnos de cada una
de nuestras faltas para adquirir un nuevo grado de humildad, y de este modo
ahondar más en nosotros el fundamento de la verdadera santidad. ¿Por
qué no admirar y bendecir la infinita bondad de Dios, que así sabe sacar
nuestro mayor bien hasta de nuestras faltas? Basta para esto no amarlas,
humillarse dulcemente y levantarse con infatigable constancia después de cada
una de ellas, y después trabajar en corregirse». Cn
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