Pero había también otros pretendientes al trono y Carlos tuvo que hacer frente, durante varios años, a su oposición. Una vez que consiguió dominar la situación, se entregó a la tarea de crear una era de paz y justicia entre sus súbditos. Dictó excelentes leyes y exigió su estricto cumplimento. Trató de cristianizar a su pueblo, más todavía con su ejemplo que con sus leyes. Cuando alguien le reprochaba apoyar injustamente la causa de los pobres contra los ricos, respondía: «Eso se debe a que conozco muy bien las necesidades de los pobres y el orgullo de los ricos». Tenía tal horror a la blasfemia, que condenaba a ayunar a pan y agua, durante cuarenta días, a los miembros de su corte a quienes sorprendía jurando por el nombre de Dios. Una de sus leyes más sabias fue la de prohibir que se sacase a los hijos de la casa paterna, sin consentimiento de sus padres. Y se mostró tan severo con quienes oprimían a los pobres, que estos empezaron a gozar de una paz y una seguridad hasta entonces desconocidas para ellos. Pero aquella tranquilidad se turbó en agosto de 1124, a causa de un eclipse que los supersticiosos consideraron como un augurio de grandes calamidades, así como por la terrible hambre del año siguiente, a raíz de un invierno excepcionalmente largo y frío.
Carlos daba de comer diariamente a cien pobres en su castillo de Brujas y en cada uno de sus otros palacios. Sólo en Yprés distribuyó en un solo día 7.800 kilos de pan. Reprendió ásperamente a los habitantes de Gante que dejaban morir de hambre a los pobres delante de sus puertas y prohibió la fabricación de cerveza para que todo el grano se emplease en hacer pan. Igualmente mandó matar a todos los perros y fijó el precio del vino. Completó su obra con un decreto para que en las tres cuartas partes del terreno laborable se sembraran cereales y, en el cuarto restante, legumbres de crecimiento rápido. Al tener noticia de que ciertos nobles habían comprado grano para almacenarlo y venderlo más tarde a precios exorbitantes, Carlos y su tesorero, Tancmaro, les obligaron a revenderlo inmediatamente a precios razonables. Esto enfureció a los especuladores, quienes, capitaneados por Lamberto y su hermano Bertulfo, deán de San Donaciano de Brujas, tramaron una conspiración para asesinar al conde. Entre los conspiradores se hallaban un magistrado de Brujas, llamado Erembaldo y sus hijos, quienes querían vengarse de Carlos, porque este había reprimido sus violencias. El conde acostumbraba ir todas las mañanas, descalzo, a la iglesia de San Donaciano, para orar antes de la misa. Un día, cuando iba a cumplir con su devoción, le avisaron que los conspiradores tramaban un atentado contra su vida. Carlos replicó tranquilamente: «Vivimos siempre en medio del peligro, pero estamos en manos de Dios; si tal es Su voluntad, no hay causa más noble que la de la verdad y la justicia para dar la vida por ella». Cuando estaba recitando el «Miserere» ante el altar de Nuestra Señora, los conspiradores cayeron sobre él; uno le arrancó un brazo y Borchardo, el sobrino de Bertulfo, le cortó la cabeza.
Las reliquias del mártir se conservan en la catedral de Brujas, donde se celebra su fiesta con gran solemnidad. Su culto fue confirmado en 1882. El cronista Galberto hace notar, como una especie de milagro, que la noticia del asesinato, que había tenido lugar el miércoles en la mañana, llegó a Londres el viernes a la misma hora, «y sin embargo era imposible cruzar el mar en tan poco tiempo».
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