Las últimas palabras de Jesús a los apóstoles, instantes antes de ascender a los cielos, se refieren al bautismo. Son palabras que vienen a resumir toda su enseñanza; serían la esencia de la doctrina que vino a traer al mundo y la razón por la que tomó carne humana. Son, por otra parte, un mandato expreso a los que había escogido junto a Sí para esa misión; a los que había preparado para ella durante su vida pública. Es como si Jesús quisiera dejar clara la verdadera y única razón por la que difundir el Evangelio, y el por qué de la vida a la que conducen los mandamientos entregados a Moisés, que alcanzan su perfección última con sus enseñanzas, con el Evangelio.
En los pocos versículos de san Mateo que hoy contemplamos, podemos observar algunos detalles en las palabras del Señor que iluminan más aún la enseñanza central. Dice el evangelista que, algunos de los discípulos le adoraron, mientras otros dudaron. Nos viene a decir que la actitud que espera el Señor de sus apóstoles –en nuestros días como entonces– es de fe, es decir, de confianza en Él y de reconocimiento expreso de su divinidad: quienes difundamos el Evangelio hemos de hacerlo adorando, por reverencia a su petición y por amor.
Jesús impulsa a sus apóstoles a evangelizar a todos los pueblos. Toda la humanidad es, por tanto, destinataria del bautismo que nos constituye en hijos de Dios por Jesucristo. De todo hombre espera amor nuestro creador y Padre, con tal de que haya recibido el bautismo y, con este sacramento, la conveniente instrucción en el Evangelio. Grande es, por consiguiente, la responsabilidad de cuantos ya nos sabemos hijos de Dios. Tenemos, como dice un salmo, el mundo por heredad. Hemos de ver a nuestros semejantes, por lejanos que puedan estar física o moralmente, como candidatos al Reino de los Cielos. Y corre de nuestra cuenta animarlos, hasta que ellos mismos se sientan encendidos en deseos de difundir, junto a nosotros, el Reino de Dios. ¿Cómo?: como tratamos de atraer noblemente a nuestros conocidos y amigos a nuestra casa, a nuestro negocio, a nuestra diversión; como intentamos captar, incluso a quienes todavía no conocemos, para que apoyen las iniciativas nobles sociales, económicas, políticas, etc. que nos interesan.
Es ser y sentirse apóstoles: mujeres y hombres capacitados por su bautismo –y más por su confirmación– para extender, con el poder de Cristo, el reino de Dios en nuestro mundo: se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, id pues... Así dice Jesús a sus apóstoles, para que se sientan con confianza ante la tarea que les encomienda. Con confianza, porque será eficaz su esfuerzo –más incluso de lo que pueden prever– acrecentado con el poder de Cristo. Y esto también cuando parecen insuperables y objetivos los obstáculos o tenaz y perseverante la resistencia de personas a la gracia divina. Confianza que es a la vez seguridad en que, con ese mismo poder de Cristo, que ante todo vivifica al apóstol y hará eficaz su tarea, agrada también a Dios –le ama– a pesar de su debilidad.
Mas contemplemos hoy, aparte de la urgente responsabilidad apostólica, por ser el mismo Dios quien nos encomienda la misión, el contenido de la vida a que nos llama: de comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Ya sabemos que no tenemos capacidad para reconocer adecuadamente el don de Dios; que no podemos, por tanto, valorar sus designios de amor sobre el hombre como sería preciso en justicia. Nos esmeraremos, sin embargo, de todo corazón, en agradecer, corresponder y difundir esta Buena Nueva: que todo hombre tiene un lugar en el corazón de la Trinidad; que, según la expresión san Josemaría: la Trinidad se ha enamorado del hombre y, siendo erigidos en hijos de Dios, nos encomienda la más honrosa y noble de las tareas: ser difusores de su Amor entre los hombres y que el mundo adore a Dios.
Más de una vez podremos notar desazón o simple cansancio por el trabajo apostólico. Es el esfuerzo que fatiga al bogar contracorriente de una sociedad aburguesada, al hacer rectos –hacia Dios– los caminos retorcidos del egoísmo humano. Es notar incomprensión y hasta agresiva rebeldía, cuando sólo se pretende agradar gratuitamente y favorecer. Recordemos entonces a Nuestro Señor cansado, fatigado por el caminar de una ciudad a otra, con sed, como aquel día cerca de Sicar pidiendo de beber a la mujer samaritana o, tan agotado de toda jornada, que se duerme en la barca a pesar de la tempestad, y deben despertarle atemorizados los discípulos. Recordemos, en fin, a Nuestro Señor cargando con la Cruz camino del Gólgota, con tanto más amor por la humanidad cuanto mayor es el sufrimiento y la incomprensión que soporta.
No nos han de faltar las fuerzas ni la alegría en el servicio de Dios: sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, dijo Jesús a sus apóstoles, antes de ascender al Cielo y nos repite ahora a cada uno. Como tampoco nos faltará ni echaremos de menos el consuelo de Nuestra Madre, María, que ha de ser además nuestra más eficaz cómplice en las aventuras que emprendamos para que otros descubran la vida divina en la tierra. No hemos de tener miedo por sentirnos solos –casi los únicos, podríamos pensar– en la empresa sobrenatural de difundir el Evangelio. Ya sabemos, como advirtió el Señor, que son pocos los que pasan por la puerta angosta que conduce al Reino de los Cielos y muchos, en cambio, los que van a sus anchas por la puerta espaciosa que conduce a la perdición.
El cristiano, hoy como ayer, si es consecuente con su fe, se siente como el fermento entre la masa: con una enorme capacidad de transformación de su entorno, aunque cuantitativamente pueda pasar inadvertido. Su eficacia, como queda dicho, se debe a la vida de Dios que habita en Él, de la que vive; la misma que se siente llamado a difundir. Así actuaron los que formaban la primera comunidad cristiana en un mundo pagano y hostil a la fe. Y antes que ninguno la madre de Dios –Nuestra Madre–: hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo.
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