La libertad religiosa es uno de los tres derechos
fundamentales, junto con el derecho a la vida y a la libertad de expresión,
considerados como pilares para la paz. Así lo ha proclamado el pasado
septiembre ante la Asamblea General de la ONU, el arzobispo Giovanni Lajolo,
representante del Vaticano en dicho organismo. Un reciente informe del Gobierno
de los Estados Unidos sobre la libertad religiosa en el mundo indica que este
derecho es sistemáticamente vulnerado en algunos estados islámicos como Arabia
Saudí, Irán y Sudán, y en países comunistas como China, Corea del Norte y
Vietnam.
No sería creíble afirmar que en Europa se restringe la
libertad religiosa de sus ciudadanos de la misma forma que en las naciones
citadas. Pero, paulatinamente, se suceden casos aislados de limitación de este
derecho. Días atrás, la compañía aérea British Airwais suspendía a una empleada
por su negativa a quitarse un crucifijo. Más cercano a nosotros, en un colegio
público de Valladolid algunos padres de alumnos pedían la retirada de los
crucifijos en las aulas. Con todo, lo grave no son las posibles agresiones a la
libertad de creencias, sino la falta de reacción cívica ante aquéllas, incluso
por parte de los propios agredidos.
Los europeos no podemos asistir de nuevo a la estrepitosa
quiebra de la conciencia de toda una sociedad. La suerte de las creencias no
puede estar en manos de los gobernantes, porque lo que empieza como
secularización termina desembocando en totalitarismo. Europa no se libró de
Hitler ni de Stalin y sus herederos, para caer al final en manos de una vana y
materialista fraternidad de estados en la que triunfe una falsa tolerancia con
tendencia a juzgar el hecho religioso como una manifestación de necesidades
íntimas del hombre, admitiéndose el valor relativo de todas las religiones.
La libertad religiosa es la herencia de la Iglesia cuando
ésta se separa del Estado. Por eso no existe libertad religiosa allí donde
Iglesia y Estado se confunden, como ocurre en el mundo islámico, o allí donde
se persigue la religión, como sucede en los, todavía vigentes, paraísos del
socialismo real. Pero también en nombre de la democracia, se cometen de forma
más sutil anulaciones de la libertad religiosa, pretendiendo arrancar de la
vida de la sociedad y del individuo la raíz de la religión y de todo lo
sobrenatural. El resultado es una concepción de la ley por encima de la
justicia y los derechos del hombre que convierte a aquella en la norma única y
suprema de la conducta ciudadana.
La veterana Europa, corazón y cerebro de la historia, debiera
ser en el mundo un factor indispensable para el equilibrio de las relaciones
internacionales y la prosperidad y el bienestar del género humano. Europa
debiera abrigar una concepción democrática serena, sin relativismo jacobino ni
laicismo decimonónico, capaz de unir los dogmas de la libertad individual con
las exigencias de la economía moderna y las concepciones sociales de nuestro
tiempo. Sin embargo, la Europa de hoy se siente morir y busca ansiosamente la
solución que le salve del caos en que se hunde más cada día y cree encontrarla
en la fracasada fórmula del relativismo democrático.
Detener el actual proceso de descomposición europea exige
fijar la condición de la persona humana esclareciendo cuáles son sus derechos y
determinar correlativamente los deberes de una acción común en una sociedad que
garantice la realización de los fines éticos y materiales del hombre.
El problema prioritario de Europa es redefinir un sistema de
valores para delimitar nítidamente los milenarios conceptos del Bien y el Mal.
Hoy, en el revuelto y desorientado vivir europeo resulta indispensable un
mínimo soporte moral.
Las desventuras de Europa son hijas, en último término, de
dolencias morales. Y ese rearme moral debe reencontrarlo Europa en la robusta y
sólida fe cristiana, la única que puede encauzar al mundo y a los hombres a una
paz sin matanzas y sin rencores. El hilo central de lo europeo es precisamente
lo cristiano. Sin el cristianismo no puede haber una Europa.
Lo único que une, que enlaza y que perpetúa lo que llamamos
en su esencia lo europeo es la tradición cristiana. Y de eso, precisamente, muy
pocos hablan y los que se atreven son tildados de intolerantes y fanáticos.
Religión y libertad era el lema vivo y luminoso a lo largo de
toda la obra de un europeo universal como Chateaubriand. Decía el escritor
francés que se volvería a la incredulidad sólo con que se le demostrase que el
cristianismo es incompatible con la libertad. Es, pues, el cristianismo el
pensamiento del porvenir y de la libertad humana es una religión de libertad,
es la mía, afirmaba Chateaubriand. C
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