A veces nos
sorprende ver que alguien no llama por teléfono a sus padres ancianos, o no
recoge un papel en el suelo junto a su escritorio, o no cede su puesto a quien
en el tren da señales de cansancio y necesita ayuda. Por dentro
pensamos: cuesta tan poco esa llamada, ese gesto de atención a la limpieza, ese
detalle ante un necesitado. Lo que pensamos
respecto de otros, vale perfectamente para nosotros mismos. Muchas veces
tenemos que reconocer que nos costaba muy poco leer por segunda vez un mensaje
antes de enviarlo con errores importantes...
Al mismo tiempo
que dejamos de lado asuntos y acciones que cuestan muy poco esfuerzo,
emprendemos otras que implican tiempo y energía. ¿Por qué? Porque nos interesa
conservar la forma, o porque nos entusiasma ese deporte, o simplemente porque
parece que cuesta menos lo que hacemos por gusto.
Lo que hacemos
y lo que dejamos de hacer depende, ciertamente, de cómo vemos lo que cuesta o
no cuesta realizar ciertos actos. Pero, sobre todo, depende de la cantidad de
amor y de ilusiones que ponemos en cada asunto.
Por
eso, no hacemos cosas que no cuestan casi nada simplemente porque no nos
interesan o porque no descubrimos su valor. Y hacemos cosas que incluso cuestan
mucho porque creemos que con ellas mejora nuestra vida y alcanzamos metas que
consideramos valiosas.
En
algunos momentos de la vida necesitamos breves pausas para darnos cuenta de qué
hacemos o qué no hacemos, y cómo orientar mejor nuestras decisiones y nuestro
tiempo.
Entonces empezaremos a hacer cosas que cuestan muy poco, pero que ayudan a mejorar las relaciones en familia, a tener más limpia la oficina, o simplemente a dar ánimos a alguien que encontramos con un rostro cansado y que necesita apoyo en este momento concreto de su vida... FP
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