La
parábola más conocida de Jesús, y tal vez la más repetida, es la llamada
«parábola del padre bueno». ¿Qué sintieron los que oyeron por vez primera esta
parábola inolvidable sobre la bondad de un padre preocupado solo por la felicidad
de sus hijos?
Sin
duda, desde el principio quedaron desconcertados. ¿Qué clase de padre era este
que no imponía su autoridad?, ¿cómo podía consentir la desvergüenza de un hijo
que le pedía repartir la herencia antes de morirse?, ¿cómo podía dividir su
propiedad poniendo en peligro el futuro de la familia?
Jesús
los desconcertó todavía más cuando comenzó a hablar de la acogida de aquel
padre al hijo que volvía a casa, hambriento y humillado. Estando todavía lejos,
el padre corrió a su encuentro, le abrazó con ternura, le besó efusivamente,
interrumpió su confesión y se apresuró a acogerlo como hijo querido en su
hogar. Los oyentes no lo podían creer. Aquel padre había perdido su dignidad.
No actuaba como el patrón y patriarca de una familia. Sus gestos eran los de
una madre que trata de proteger y defender a su hijo de la vergüenza y el
deshonor.
Más
tarde salió también al encuentro del hijo mayor. Escuchó con paciencia sus
acusaciones, le habló con ternura especial y le invitó a la fiesta. Solo quería
ver a sus hijos sentados a la misma mesa, compartiendo un banquete festivo.
¿Qué
estaba sugiriendo Jesús? ¿Es posible que Dios sea así? ¿Como un padre que no se
guarda para sí su herencia, que no anda obsesionado por la moralidad de sus
hijos y que, rompiendo las reglas de lo correcto, busca para ellos una vida
dichosa? ¿Será esta la mejor metáfora de Dios: un padre acogiendo con los
brazos abiertos a los que andan «perdidos» y suplicando a los que le son fieles
que acojan con amor a todos?
Los
teólogos han elaborado durante veinte siglos discursos profundos sobre Dios,
pero ¿no es todavía hoy esta metáfora de Jesús la mejor expresión de su
misterio? JAP
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