¿No hacer nada para no
equivocarse?
Hay gente que
piensa que la Iglesia debería recortar su actuación, para evitar el peligro de
cometer todos esos errores reales o supuestos que ha habido a lo largo de la historia.
Es bastante
fácil atacar a la Iglesia, y burlarse de las páginas más difíciles de su
historia. No intento en estas líneas justificar los errores que realmente han
cometido muchos cristianos a lo largo de los siglos. Pero a veces pienso que si
a esas personas les parece que la Iglesia tiene las manos sucias, habría que
decirles que quizá ellos no tienen las manos sucias porque no tienen manos o
porque no las utilizan.
La Iglesia
procura realizar su tarea, y vive inmersa en una sociedad cambiante que se
desarrolla a su vez en una época determinada, y trata de insertar en ella la
levadura sobrenatural del Evangelio. La grandeza de la Iglesia está en afrontar
las variaciones del hombre en el transcurso de los siglos y tratar de
introducir en su vida lo sobrenatural. Si para evitar el riesgo de contaminar
su pureza, la Iglesia renunciara a intentar hacerse presente en la sociedad de
cada momento, se quedaría en un simple y curioso empeño abstracto.
Hay mucho
purista que se escandaliza de las actuaciones de la Iglesia o de los católicos,
pero que no aporta ninguna solución a todos esos problemas que a cualquier
persona debieran interpelar seriamente. Buscan una seguridad en las
actuaciones, un no asumir riesgos que no lleva a otra paz que la del cementerio.
La Iglesia afronta con serenidad todos esos sarcasmos, porque desea cumplir su
misión entre los hombres. Sabe que roza sin cesar el peligro de empañar la
pureza de su mensaje, al menos según las apariencias, al tratar de encarnarlo
en una historia que se vuelve incesantemente contra ella, contra quien quiere
salvarla. La Iglesia prefiere este riesgo al estéril replegamiento sobre sí
misma. Lo prefiere, y afronta ese riesgo desde hace veinte siglos porque, en su
amor al hombre, acude a los puntos de más necesidad, más amenazados.
Siempre habrá
personas que se obstinen en no ver en el cristianismo otra cosa que las
deformaciones de las que ha sido objeto a lo largo de la historia. Siempre
habrá quien relacione la fe cristiana con el oscurantismo, con la ‘sombría Edad
Media’, con la intolerancia, con la presión sobre las conciencias, con el
subdesarrollo intelectual, con el retraso y la falta de libertad. Es una imagen
que se ha creado unas veces con mala intención, y otras simplemente por
desconocimiento, y que quizá procede de esa vieja idea ilustrada por la que
tantos pensaban que el racionalismo ateo había obtenido un gran triunfo sobre
la fe.
La historia de
la Iglesia es una confusión de triunfos y aparentes fracasos del cristianismo.
Es una serie siempre repetida de intentos de construir el reino de Dios en la
tierra. Esto no es sorprendente, ni es algo que Jesucristo no previera. La
parábola de la cizaña sembrada entre el trigo muestra con claridad que Él lo
sabía y que esto está de acuerdo con el plan de Dios.
La vida de la
Iglesia en la historia, así como la vida del cristiano individual -afirma
Thomas Merton-, es un acto constantemente repetido que empieza siempre de
nuevo, una historia de buenas intenciones que acaba en éxitos y en
equivocaciones; de errores que han de ser corregidos, de defectos que tienen
que ser utilizados, de lecciones que se aprenden mal y deben aprenderse una y
otra vez. Ha habido vacilaciones y falsos comienzos en la historia cristiana.
Ha habido incluso errores graves, pero estos son imputables a las sociedades
seculares cristianas más que a la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia no ha perdido
nunca su camino. Pero lo que la mantiene en el camino recto no es el poder, no
es la sabiduría humana, la habilidad política ni la previsión diplomática. Hay
épocas en la historia de la Iglesia en que esas cosas llegaron a ser, para los
líderes cristianos, obstáculos y fuente de errores. Lo que mantiene a la
Iglesia y al cristiano en el buen camino es el amor y el cuidado de Dios. AA
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