Sólo el ser
humano es capaz de hacer el amor. Sólo el ser humano es capaz de hacer el
verdadero amor. Hace el amor cuando se ocupa del otro y se preocupa por el
otro, cuando ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la
felicidad, sino que ansía el bien del amado: se convierte en renuncia, está
dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca. El ser humano hace el amor cuando
el aprecio de los valores, la condivisibilidad de ideales, el interés y el
deseo de lo mejor para ese otro alguien lo llevan a llamarlo amigo. Lo hace
cuando, en la mutua donación, se abre a la vida generadora de un nuevo ser cuyo
primer nombre será ‘fruto del amor conyugal’.
El ser humano
hace el amor cuando manda y obedece, cuando ríe y llora, cuando se alegra y
sufre, cuando sirve, cuando estudia, cuando se dona al prójimo más próximo y al
más lejano… Pero el amor no se agota en un acto ni se reduce a un espacio de
tiempo. El amor no es un cielo preñado de nubes que hoy están y mañana quién
sabe. No es como la enfermedad que suele ser pasajera. El amor es perenne. Si
fuese efímero sería otra cosa, menos amor. La enfermedad se padece; al amor se
tiende, se le busca, se le necesita, se le lleva como suave yugo cuando las
circunstancias son adversas y como insignia de oro al pecho cuando de ellas ha
salido victorioso. Un poeta definió en un soneto el amor: Desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo, leal, traidor, cobarde, animoso: no hallar
fuera del bien, centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo.
Enojado, valiente, fugitivo, satisfecho,
ofendido, receloso; huir el rostro al claro desengaño, beber licor por veneno
suave, olvidar el provecho, amar el daño, creer que un cielo en un infierno
cabe, dar la vida y el alma a un desengaño, esto es amor, quien los probó, lo
sabe.
Quien lo probó
sabe que el ser humano no puede vivir sin amor. El mismo es para sí un ser
incomprensible; su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si
no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no
participa en él vivamente: el amor es la impronta que se busca dar y recibir;
característica única de la persona humana porque somos libres y el amor, ante
todo, es un acto continuo de libertad suprema. Por eso cuando se ama se puede
hacer lo que se quiere: porque si se calla, se callará con amor; si se grita,
se gritará con amor; si se perdona, se perdonará con amor. Si está dentro de
nosotros la raíz del amor, ninguna otra cosa sino el bien podrá salir de tal
raíz.
Amor y libertad
van de la mano, son inseparables. El acto supremo de la libertad es el amor y
no se puede hablar de amor si éste no es libre. No hay amor sin libertad porque
no se puede amar sin ser uno mismo y sin elegir al otro libremente. Velle
alicui bonum, escribieron los filósofos para definir el amor; querer el
bien del otro que no es aplicarle algo externo sino promover su libertad. Es a
partir del amor a la libertad del otro que se ama efectivamente. Y es que el
que tiene amor siempre tiene algo que dar; tiende a darse. Y porque se es
libre, consciente de lo que se hace, del amor que se ofrece, se es responsable.
La justificación de sus elecciones converge en la responsabilidad del ser
humano con relación a su actuar. Del actuar del hombre es de donde nace su
vocación, la vocación universal al amor; amor que es el océano a donde van a
parar todas las restantes virtudes.
El amor nunca
se da por concluido y completado; se transforma en el curso de la vida, madura
y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Sólo el ser humano es
capaz de hacer el amor. Esa conciencia debería llevar a aquel abandono que
plasmó Virgilio en sus Églogas: “Todo lo vence el amor; cedamos pues, también
al amor nosotros”.
Somos capaces
de hacer el amor. El amor del prójimo es un camino para encontrar también a
Dios. Cerrar los ojos antes el prójimo nos convierte también en ciegos ante
Dios y es que amor es ver con los ojos de Cristo para dar mucho más que cosas
externas necesarias: es ofrecer la mirada de amor que el otro necesita. Por eso
amar a Dios y amar al prójimo son la única y misma cosa. No se trata de un
mandamiento externo que impone lo imposible, sino de una experiencia nacida
desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente
comunicado a otros.
El don más
grande que da Dios al corazón humano es el de sepultar su egoísmo mientras su
alma se enciende y ama. Si quieres ser amado, decía Séneca, ama. JEM
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