Hay
pocas experiencias cristianas más gozosas que la de encontrarnos de pronto con
una palabra de Jesús que ilumina lo más hondo de nuestro ser con una luz nueva
e intensa. Así es la respuesta a aquel escriba que le pregunta: «¿Qué mandamiento
es el primero de todos?».
Jesús
no duda. Lo primero de todo es amar. No hay nada más decisivo que amar a Dios
con todo el corazón y amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos. La
última palabra la tiene siempre el amor. Está claro. El amor es lo que
verdaderamente justifica nuestra existencia. La savia de la vida. El secreto
último de nuestra felicidad. La clave de nuestra vida personal y social.
Es
así. Personas de gran inteligencia, con asombrosa capacidad de trabajo, de una
eficacia sorprendente en diversos campos de la vida, terminan siendo seres
mediocres, vacíos y fríos cuando se cierran a la fraternidad y se van
incapacitando para el amor, la ternura o la solidaridad.
Por
el contrario, hombres y mujeres de posibilidades aparentemente muy limitadas,
poco dotados para grandes éxitos, terminan con frecuencia irradiando una vida
auténtica a su alrededor sencillamente porque se arriesgan a renunciar a sus
intereses egoístas y son capaces de vivir con atenta generosidad hacia los
demás.
Lo
creamos o no, día a día vamos construyendo en cada uno de nosotros un pequeño
monstruo de egoísmo, frialdad e insensibilidad hacia los otros o un pequeño
prodigio de ternura, fraternidad y solidaridad con los necesitados. ¿Quién nos
podrá librar de esa increíble pereza para amar con generosidad y de ese egoísmo
que anida en el fondo de nuestro ser?
El
amor no se improvisa, ni se inventa, ni se fabrica de cualquier manera. El amor
se acoge, se aprende y se contagia. Una mayor atención al amor de Dios revelado
en Jesús, una escucha más honda del evangelio y una apertura mayor a su
Espíritu pueden hacer brotar poco a poco de nuestro ser posibilidades de amor
que hoy ni sospechamos. JAP
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