Texto del Evangelio (Lc 24,35-48): En aquel tiempo, los discípulos contaron lo que había pasado en el
camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan. Estaban hablando de
estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con
vosotros». Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo:
«¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis
manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y
huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, les mostró las manos y los
pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen
asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?». Ellos le ofrecieron parte
de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos.
Después les dijo: «Éstas son aquellas palabras mías
que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: ‘Es necesario que se cumpla
todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos
acerca de mí’». Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las
Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara
de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión
para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén.
Vosotros sois testigos de estas cosas».
«Mirad mis manos y mis pies; soy yo
mismo»
Comentario: Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona,
España)
Hoy, el Evangelio
todavía nos sitúa en el domingo de la resurrección, cuando los dos de Emaús
regresan a Jerusalén y, allí, mientras unos y otros cuentan que el Señor se les
ha aparecido, el mismo Resucitado se les presenta. Pero su presencia es
desconcertante. Por un lado provoca espanto, hasta el punto de que ellos
«creían ver un espíritu» (Lc 24,37) y, por otro, su cuerpo traspasado por los
clavos y la lanzada es un testimonio elocuente de que se trata del mismo Jesús,
el crucificado: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que
un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (Lc 24,39).
«Haz brillar sobre
nosotros la luz de tu rostro, Señor», canta el salmo de la liturgia de hoy.
Efectivamente, Jesús «abrió sus inteligencias para que comprendieran las
Escrituras» (Lc 24,45). Es del todo urgente. Es necesario que los discípulos
tengan una precisa y profunda comprensión de las Escrituras, ya que, en frase
de san Jerónimo, «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo». Pero esta
compresión de la palabra de Dios no es un hecho que uno pueda gestionar
privadamente, o con su congregación de amigos y conocidos. El Señor desveló el
sentido de las Escrituras a la Iglesia en aquella comunidad pascual, presidida
por Pedro y los otros Apóstoles, los cuales recibieron el encargo del Maestro
de que «se predicara en su nombre (...) a todas las naciones» (Lc 24,47).
Para ser testigos, por
tanto, del auténtico Cristo, es urgente que los discípulos aprendan -en primer
lugar- a reconocer su Cuerpo marcado por la pasión. Precisamente, un autor
antiguo nos hace la siguiente recomendación: «Todo aquel que sabe que la Pascua
ha sido sacrificada para él, ha de entender que su vida comienza cuando Cristo
ha muerto para salvarnos». Además, el apóstol tiene que comprender
inteligentemente las Escrituras, leídas a la luz del Espíritu de la verdad
derramado sobre la Iglesia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario