Texto del Evangelio (Jn 20,11-18): En aquel tiempo, estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y
mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco,
sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los
pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les respondió: «Porque se
han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto». Dicho esto, se volvió y
vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por
qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el encargado del huerto,
le dice: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo
llevaré». Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo:
«Rabbuní», que quiere decir “Maestro”». Dícele Jesús: «No me toques, que
todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: ‘Subo a mi
Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’». Fue María Magdalena y dijo a
los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.
«Fue María Magdalena y dijo a los
discípulos que había visto al Señor»
Comentario: + Rev. D. Antoni ORIOL i
Tataret (Vic, Barcelona, España)
Hoy, en la figura de
María Magdalena, podemos contemplar dos niveles de aceptación de nuestro
Salvador: imperfecto, el primero; completo, el segundo. Desde el primero, María
se nos muestra como una sincerísima discípula de Jesús. Ella lo sigue, maestro
incomparable; le es heroicamente adherente, crucificado por amor; lo busca, más
allá de la muerte, sepultado y desaparecido. ¡Cuán impregnadas de admirable
entrega a su “Señor” son las dos exclamaciones que nos conservó, como perlas
incomparables, el evangelista Juan: «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde
le han puesto» (Jn 20,13); «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has
puesto, y yo me lo llevaré»! (Jn 20,15). Pocos discípulos ha contemplado la
historia, tan afectos y leales como la Magdalena.
No obstante, la buena
noticia de hoy, de este martes de la octava de Pascua, supera infinitamente
toda bondad ética y toda fe religiosa en un Jesús admirable, pero, en último
término, muerto; y nos traslada al ámbito de la fe en el Resucitado. Aquel
Jesús que, en un primer momento, dejándola en el nivel de la fe imperfecta, se
dirige a la Magdalena preguntándole: «Mujer, ¿por qué lloras?» (Jn 20,15) y a
la cual ella, con ojos miopes, responde como corresponde a un hortelano que se
interesa por su desazón; aquel Jesús, ahora, en un segundo momento, definitivo,
la interpela con su nombre: «¡María!» y la conmociona hasta el punto de
estremecerla de resurrección y de vida, es decir, de Él mismo, el Resucitado,
el Viviente por siempre. ¿Resultado? Magdalena creyente y Magdalena apóstol:
«Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor» (Jn
20,18).
Hoy no es infrecuente
el caso de cristianos que no ven claro el más allá de esta vida y, pues, que
dudan de la resurrección de Jesús. ¿Me cuento entre ellos? De modo semejante
son numerosos los cristianos que tienen suficiente fe como para seguirle
privadamente, pero que temen proclamarlo apostólicamente. ¿Formo parte de ese
grupo? Si fuera así, como María Magdalena, digámosle: —¡Maestro!, abracémonos a
sus pies y vayamos a encontrar a nuestros hermanos para decirles: —El Señor ha
resucitado y le he visto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario